La Última Oportunidad
Isabel, encogida de dolor, yacía en el sofá con las manos apretadas contra el vientre. Todo le dolía, un recordatorio cruel de lo que estaba por venir. Lo mismo de siempre: dolor agudo, hemorragia, ambulancia, hospital y, al final, un vacío insoportable. Era otro aborto espontáneo, no había duda. El tercero en dos años, después de un embarazo que no prosperó y, antes de eso, un aborto. Ese aborto del que ahora pagaba las consecuencias, arrebatándole la posibilidad de ser madre.
Con esfuerzo, cogió el teléfono y marcó el número de emergencias. Media hora después, la subían a la ambulancia mientras llamaba a Javier para avisarle de que no estaría en casa para cenar.
¿Otra vez? preguntó él, pero Isabel ni siquiera contestó. Las lágrimas le caían por las mejillas, lágrimas de desesperación y decepción consigo misma. ¿Cuántas veces más? ¿Por qué siempre lo mismo? ¿O acaso ella misma conocía la razón? Si no hubiera acudido a aquel médico dudoso años atrás, todo sería distinto. Podrían tener ya un niño de cinco años. Pero no lo tenían, y quizá nunca lo tendrían.
¡Duele tanto! logró decir, mientras la médica ajustaba el gotero y la miraba con indiferencia.
Los dos días en el hospital se hicieron eternos. Luego llegó el alta, Javier con un ramo de flores, todo como en un guion repetido.
Estás muy pálida comentó él, pero Isabel solo sonrió débilmente. No había motivos para alegrarse: no podía darle un hijo, y eso era evidente.
De camino a casa, con el ramo de rosas entre las manos, Isabel se volvió hacia Javier y dijo:
No quiero seguir intentándolo. No puedo darte un hijo.
No digas eso, todavía hay esperanza intentó animarla él, pero ella soltó una risa amarga.
¿Tú mismo te lo crees? Cinco años tirados a la basura. Yo casi con treinta, tú rozando los treinta y cinco. Basta ya de jugar a ser madre. Los médicos dicen que no hay posibilidades; quizá sea hora de escucharlos.
Isabel, tendremos hijos replicó Javier. Recuerda lo que dijo el doctor Roldán. Dijo que había posibilidades si seguíamos sus indicaciones.
¿Y dónde está ese doctor? preguntó Isabel, nerviosa. Hace años que falleció. ¿Dónde están esas indicaciones? ¡Desaparecieron con él! Javier, basta. No quiero torturarte más, ni torturarme a mí misma.
¿Y qué quieres decir con eso? preguntó él, frunciendo el ceño sin apartar la vista de la carretera.
Isabel respiró hondo y apartó la mirada.
Separámonos. Encontrarás a una mujer que sí pueda darte un hijo, tendrás la vida que mereces. Yo no valgo tu paciencia ni tu cariño. Estoy vacía, la vida no se queda dentro de mí. No sirvo para nada.
Las lágrimas le cortaban la voz, pero Javier le tomó la mano y se la llevó a los labios.
No digas tonterías. Lo superaremos. Hay gente que vive sin hijos y es feliz. Nosotros también podemos. La felicidad no está en los hijos.
Sino en su cantidad dijo Isabel entre lágrimas. Basta, Javier. No quiero privarte de la alegría de ser padre.
No me prives de la alegría de estar contigo la interrumpió él.
Ahí estaba Javier, enamorado de su mujer, tolerando sus altibajos y dispuesto a seguir haciéndolo con tal de tenerla a su lado. La había conquistado con esfuerzo, superando rivales, y cuando ella se convirtió en su esposa, supo que no necesitaba nada más para ser feliz. Bueno, quizá un pequeño haz de alegría, pero el destino se negaba a bendecirlos con un bebé.
Javier conocía el pasado de Isabel. Sabía que, antes que él, estuvo casada con un hombre mayor, un matrimonio arreglado por su padre, un tirano. Sabía del aborto mal practicado que la dejó marcada. Todo eso había llevado a esta situación, pero no había vuelta atrás. Isabel llevaba años con Javier, había cortado el contacto con su padre e incluso había perdido el rastro de su hermana pequeña, Lucía.
No me sorprendería que mi padre la obligara a casarse con algún indeseable solo por conveniencia solía decir.
Lucía tenía veintidós años, era hermosa e inteligente, como Isabel, pero mucho más sumisa a los caprichos de su padre. Él las había criado solo, alejándolas de sus madres, como un titiritero que controla cada hilo de sus marionetas.
Isabel huyó de él a los veinticuatro, conoció a Javier y cortó todo lazo familiar. Hasta que, inesperadamente, Lucía apareció en su puerta.
¿Qué pasa? preguntó Isabel, sin notar al principio el abultado vientre de su hermana.
Me escapé de papá sollozó Lucía, abrazándola fuerte. Había pasado apenas una semana desde el alta de Isabel, y ahora esto.
¿Qué quería hacerte?
Quería que abortara.
¡Dios mío, estás embarazada! exclamó Isabel, mirándola con incredulidad. ¿De quién?
No importa. Isabel, no importa. Fue por amor. Él está casado, no quiere al bebé. Papá dijo que, si no abortaba, me llevaría a rastras al médico.
Ambas lloraron abrazadas. Lucía era frágil, vulnerable, tan parecida a ella. No se veían desde hacía cinco años, y Lucía había florecido, pero su sumisión al padre arruinaba todo. Isabel estaba segura de que, en unos días, su hermana querría volver. Y no podía permitirlo.
Javier aceptó sin problemas la llegada de Lucía. Nunca se oponía a las decisiones de Isabel; la amaba demasiado para contradecirla, y ella nunca abusaba







