Lucía se encogía en el sofá, apretando las manos contra el vientre. Todo dolía, un recordatorio brutal de lo que la esperaba. Siempre igual: el dolor agudo, la hemorragia, la ambulancia, el hospital y después el vacío. Era otro aborto espontáneo, no había duda. El tercero en dos años, tras un embarazo que nunca llegó a término y, antes de eso, aquel aborto del que nunca se perdonaría. Aquella decisión que ahora la condenaba a no poder ser madre.
Con mano temblorosa, marcó el número de urgencias. Media hora después, la subían a la ambulancia mientras llamaba a Adrián para decirle que no estaría en casa para cenar.
¿Otra vez? preguntó él, pero Lucía no contestó. Las lágrimas le quemaban las mejillas, lágrimas de rabia y de culpa. ¿Cuántas veces más? ¿Por qué siempre lo mismo? Tal vez ella ya sabía la respuesta. Si no hubiera ido aquel día a aquel médico sin escrúpulos, todo sería diferente. Podrían tener un hijo de cinco años. Pero no lo tenían. Y quizá nunca lo tendrían.
¡Duele tanto! logró decir, mientras el médico ajustaba el suero sin mirarla.
Dos días interminables en el hospital. El alta, Adrián con un ramo de flores, todo como en un guion repetido.
Estás muy pálida dijo él, pero ella solo esbozó una sonrisa frágil. No había motivos para alegrarse. No podía darle un hijo, y eso era una condena.
De camino a casa, con el ramo de rosas entre los dedos, Lucía giró hacia Adrián y pronunció las palabras que llevaba meses temiendo decir:
No quiero seguir intentándolo. No puedo darte un hijo.
No digas eso, todavía hay esperanza intentó animarla él, pero ella soltó una risa amarga.
¿Tú mismo te lo crees? Cinco años tirados a la basura. Casi treinta yo, treinta y cinco tú. Basta de jugar a ser madre. Los médicos dicen que no hay posibilidades, quizá sea hora de escucharlos.
Lucía, tendremos hijos insistió Adrián. ¿Recuerdas lo que decía el doctor Velasco? Dijo que había opciones si seguíamos sus indicaciones.
¿Y dónde está tu doctor Velasco? replicó ella, con voz quebrada. Lleva años muerto. ¿Dónde están esas indicaciones? ¡Se las llevó a la tumba! Se acabó, Adrián. No quiero torturarte ni torturarme más.
¿Qué quieres decir con eso? frunció el ceño, sin apartar los ojos de la carretera.
Lucía respiró hondo y apartó la mirada.
Que nos separemos. Encontrarás a una mujer que te dé un hijo, tendrás la vida que mereces. Yo no valgo tanto como tu paciencia, tu cariño. Estoy vacía. No puedo retener la vida dentro de mí. No sirvo para nada.
Las lágrimas le cortaban la voz, pero Adrián le tomó la mano y la besó.
No digas tonterías. Lo superaremos. Hay gente que vive sin hijos, y nosotros también. La felicidad no está en los niños.
Sino en su risa susurró ella, entre lágrimas. Basta, Adrián. No quiero privarte de la paternidad.
No me prives de mi familia la interrumpió él.
Era puro Adrián: enamorado, paciente, dispuesto a aguantar cualquier cosa con tal de tenerla a su lado. La había perseguido durante años, peleado por ella, y cuando por fin se casaron, juró que no necesitaba más para ser feliz. Bueno, quizá un pequeño haz de alegría, pero el destino se empeñaba en negárselo.
Adrián conocía su pasado. Sabía que antes de él, Lucía había estado casada con un hombre mayor, un matrimonio arreglado por su padre, un tirano. Sabía del aborto mal practicado que la dejó estéril. El pasado había sellado su presente, pero nada podía cambiarse. Lucía llevaba años casada con Adrián, había cortado todo contacto con su padre, ni siquiera sabía nada de su hermana pequeña.
No me extrañaría que padre la casara con algún indeseable solo por conveniencia.
Su hermana tenía veintidós años, hermosa e inteligente como Lucía, pero sumisa, incapaz de rebelarse. Su padre las había criado a su antojo, alejadas de sus madres, como marionetas en su teatro privado. Lucía escapó a los veinticuatro, conoció a Adrián y rompió todo lazo con su familia. Hasta que una noche, llamaron a su puerta.
¿Qué pasa? preguntó Lucía al ver a su hermana menor, Sofía, en el umbral. Solo después notó su vientre abultado.
Me escapé de papá sollozó Sofía, abrazándola. Una semana después del alta de Lucía, la vida le deparaba otra sorpresa.
¿Qué quería hacer?
Quería que abortara.
¡Dios mío, estás embarazada! Lucía la examinó, horrorizada. ¿De quién?
No importa. Es por amor. Él está casado, no quiere al niño. Papá dijo que o abortaba o me llevaba a rastras al médico.
Lucía lloró con ella. Sofía era frágil, vulnerable, tan parecida a ella. Cinco años sin verse, y su hermana se había convertido en una mujer, pero seguía atrapada en las garras de su padre. Estaba segura de que en unos días, Sofía querría volver. No podía permitirlo.
Adrián aceptó sin quejas la llegada de Sofía. Nunca se oponía a las decisiones de Lucía. La amaba demasiado para contradecirla, y ella nunca abusaba de eso.
Como predijo, una semana después, Sofía anunció su regreso.
¡No te dejaré ir! gritó Lucía, agarrándola. ¿Quieres que le haga daño a ti o al bebé? Si no piensas en ti, piensa en tu hijo.
Es demasiado tarde para abortar, no puede obligarme dijo Sofía con seguridad. Ningún médico aceptaría a las veintiuna semanas.
¡Pero sí provocar un parto prematuro! replicó Lucía. Te drogará, no te enterarás de nada. ¿Sabes lo que es eso? ¡Yo sí!
Sus lágrimas convencieron a Sofía. Se quedó, pero no dejaba de hablar de su padre, de su culpa.
Sofía dio a luz en julio e inmediatamente quiso irse. Lucía tomó al bebé en brazos.
¡No te dejaré llevar a Sergio con ese monstruo! ¿Quieres que convierta a tu hijo en otro como él? Si quieres irte, vete, pero Sergio se queda.
Sofía se encogió de hombros.
Como quieras. A papá solo le importa que vuelva sin el niño. Tú ya no eres su hija, quédate con este crío llorón.
Lucía sabía que era la depresión postparto. En un mes, su hermana volvería por el niño. Pero le encantaba tener entre brazos aquel pequeño ser, oír sus balbuceos.
Sabes que lo reclamará dijo Adrián con cuidado. Tarde o temprano, Sofía volverá por su hijo.
Lo sé respondió Lucía, mientras algo se desgarraba dentro de ella. Legalmente, Sergio no era suyo, y nada impedía que su padre apareciera para llevárselo.
Y así fue. Su padre la llamó, gritando amenazas:
Si no me devuelves a mi nieto, os arrancaré la cabeza a ti y a tu marido.
Lucía escuchaba, helada. Esperaba su llegada cada día. Quería huir con el niño, pero Adrián la protegió. Estaba preparada para enfrentarse a su padre pero nunca llegó.
En su lugar, llegó la tragedia. Sofía y su padre





