– No permitiré que lo hagas, mamá. ¡Solo sobre mi cadáver! – exclamó Ana Dolores, empeñada en bloquear la entrada al huerto.
– Cálmate, abuela. Ya está decidido. Mañana llegan las máquinas y todo quedará como estaba al nacer la tierra. Los papeles están firmados – Germán suspiró profundamente, sin mirarla a los ojos.
– ¿Qué papeles? ¿Quién te dio derecho a vender esta tierra que tu padre trabajó cuarenta años a brazo limpio? ¿Esta en la que yo, cada primavera, doblo la espalda como un molino? – Ana Dolores apretó sus manos arrugadas, y el viento revolvió sus cabellos blanquecinos.
– No dramatizas, ya no eres joven como para agachar la espalda. Y ¿quién compra ahora tus tomates y pepinos? En el mercado lo tiene todo alguien – Germán intentó abrir la verja, pero la madre se interpuso de nuevo.
– ¿Mercado? – escupió con desdén Ana Dolores – ¡Eso no es comida, es pureza de plástico! Tu padre debe estar girando en su tumba al oírte.
La discusión debajo del manzano carcomido por la edad, repleto de frutos maduros, se convirtió en un enfrentamiento brutal. A su alrededor, las hileras de judías verdes, calabazas doradas y arbustos de tomillo crecían inquietos. El aire olía a hierbas y fruta muriendo. El cielo apagado de Villafuente, con sus nubes grises que no dejaban ni el reflejo del sol, envolvía el pueblo en un silencio pesado.
Germán, alto y con los primeros destellos plateados en las sienes, sentía la rabia crecer. Venía de Madrid con un plan claro: vender el solar y llevar a su madre a una habitación en la residencia. La casa de su infancia se había desmoronado como el pan de maíz en agua; el techo goteaba y cada día que pasaba por Villafuente le recordaba la vejez de su madre. Pero Ana Dolores no aceptaba marchar ni aunque le dieran la Casa Real como compensación.
– Mamá, ¡ser realista! Tienes setenta y dos años. ¿Qué hace aquí, trabajando como si tu vida dependiera de las judías verdes?
– Depende, sí – respondió Ana Dolores, con una voz más suave esta vez – Esto es mi vida. ¿Y en tu residencia? ¿A esperar lo que traigas en una bolsa? Nada que ver. Me asfixiaré.
– No te asfixiarás – Germán se quitó las gafas y frotó la nariz – Estarás con nosotras. Lucía y yo ya tenemos habitación preparada. La niña cada semana pregunta cuándo vendrás.
– Lucía es oro en bruto – sonrió Ana Dolores, por un momento – Pero esto no lo abandono. Cada rincón de esta casa recuerda a tu padre.
Germán suspiró. Su madre era más dura que el hierro. Pero tampoco se iba a dejar llevar por los absurdos de una mujer anciana. La residencia no era opción. La vida en Madrid era complicada, pero Villafuente no estaba hecha para abuelas.
– Aunque ayúdame a recoger la última cosecha – pidió, cambiando el tono – El manzano está hecho riquillo este año. Sería una lástima dejarlo.
Germán aceptó, esperando que en la labor el tema de la residencia se pudiera resolver de nuevo. Juntos caminaron hacia el cobertizo por las cestas y una escalera.
– ¿Te acuerdas de cómo te obligaba tu padre a regar estas ramas cada amanecer? – preguntó Ana Dolores – Te desesperabas con él. Y mira, ahora qué frutos… Pedrosillas, tus favoritas.
– Recuerdo – respondió Germán, con el nudo en la garganta – Pero eso fue hace mucho tiempo, mamá. Los tiempos cambian.
– Cambian los tiempos, pero no los corazones – observó Ana Dolores, entregándole una cesta vieja – No te olvides de tus raíces, hijo.
El sol se hundía lentamente en un horizonte estremecedor, tiñendo el cielo de rojos. Trabajaron juntos bajo las ramas, recogiendo manzanas. Germán observaba sus manos, con las arrugas más profundas que antes, y los ojos que aún brillaban con la llama de antaño.
– Tu padre decía que la tierra tiene alma – continuó Ana Dolores – Si le das cariño, ella lo devuelve.
– Mamá – Germán puso la cesta en el suelo – No lo hice por dinero. Me preocupo por ti. Aquí sola, sin ayuda, sin clínicas. ¿Y si te caes?
– No me caeré – le quitó importancia – Juana, la vecina, viene cada día. Y el Martín, que vive al otro lado, siempre me ayuda. Mientras vivan, ellas también.
– ¿Cómo ayuda una abuela y un anciano que apenas se mantiene de pie?
– ¡No desprecies a las mayores! – repuso Ana Dolores – Juana me trajo ayer una tina con fresas, y el Martín hace pasteles que dan ganas de besarle.
Germán sacudió la cabeza. Su madre vivía en otro mundo, donde sus vecinas eran inmortales y las hortalizas sustituían a la comida de la gran ciudad. Cómo explicar que él solo quería protegerla, que cada viaje a Madrid lo mataba de angustia, imaginándola resbalando en la escalinata helada o herida en el huerto…
– ¿Sabes? Alda, mi esposa, me llamó hoy – comentó Ana Dolores sin represión.
– ¿Alda? – se sorprendió Germán – ¿Para qué?
– Para que me influenciara. Dijo que estás trabajando como un presidiario. Muy preocupada está.
Germán sonrió. Alda siempre había sido fiel a su madre, aunque discutieran.
– Propuso que vosotros vinierais aquí completo el verano – siguió Ana Dolores – Dice que a Lucía le hace falta el aire libre y se debe olvidar de esos aparatos modernos. Y yo, pensando, ¡será cosa mejor! Vous vivís el verano y yo el invierno con vosotros. La casa no puede quedarse sola.
– ¿Ahora lo inventas? – miró Germán con desconfianza.
– ¿Cómo que ahora? – se enfadó Ana Dolores – Pregúntale a Alda si no crees.
Terminaron la recolección al caer la noche. Las cestas estaban rebosantes, y Germán tuvo que cargar casi todas. En casa, su madre se movía ágil por la cocina, poniendo pasteles sobre el mantel y echando agua en tazas de porcelana.
– Siéntate, hijo. Hablaremos como es debido – invitó.
El té olía a menta y zarzamora, y los pasteles sabían a infancia, a correr hacia la puerta con la mochila del colegio.
– Sí que quieres lo mejor – comenzó Ana Dolores, fijándose en él – Pero, Germán, entiende: mi vida ha sido esta. Tú padre, paciencia en el cielo, construyó esta casa con sus manos. Cada clavija, cada tabla, recuerda su esfuerzo. ¿Cómo dejo todo esto atrás?
– Mamá, nadie te obliga a vender. Vive aquí el verano y el invierno con nosotros. Sería mejor.
– ¿Y el huerto? ¿El manzano? ¿Quién vigila esos árboles?
– Mamá – cogió su mano – El huerto no es toda la vida. Incluso tú dijiste, la última cosecha. ¿Y no llegará el momento de descansar?
Ana Dolores calló, mirando por la ventana donde ya era de noche. En la lejanía, un perro ladró y otro respondió. Los sonidos de la noche rural le eran familiares como los tazones de avena que compartían de niños.
– ¿Recuerdas cómo tenías miedo de dormir solo cuando eras pequeño? – preguntó de repente.
– ¿Qué tiene que ver eso? – apretó los ojos.
– Tu padre decía: “Deja que el chico se acostumbre a valerse solo. No debe deleitarse”. Pero yo siempre iba a tu cuarto y me quedaba allí. – Ana Dolores sonrió – ¿Crees que no veo cómo has cambiado? Como si Madrid te hubiera tragado. Incluso tu sonrisa ya no es la de antaño.
Germán calló. No había pensado en ello nunca, pero las palabras de su madre llevaban razón. La vida en Madrid era reuniones, emails y apuros. Sin embargo, las noches en casa se pasaban encerrado delante de la pantalla mientras Alda dormía a Lucía. ¿Cuándo la había llevado al parque sin ver el reloj?
– Mañana iré a Madrid y anularé el trato – dijo sin previo aviso – Pero con una condición: tú vivirás aquí este invierno. Alda será feliz y Lucía, simplemente, contenta.
– ¿Y el huerto? – preguntó conanos.
– Lo sembrarás en primavera. Yo te ayudaré.
– ¿Con tu trabajo? – arrugó las cejas Ana Dolores – Estás siempre ocupado.
– Pediré vacaciones. Hace tiempo que lo necesito.
Al día siguiente, lo despertaron los aromas del pan dulce recién hecho. Su madre canturreaba una canción vieja mientras sirve el café.
– ¿Por qué madrugas tanto? – bostezó.
– ¿Es que olvidaste? – sonrió Ana Dolores – Hemos de recoger la fresa y cavar la patata. Si quieres terminar antes de partir, haremos el bien.
Después del desayuno, salieron al jardín, donde el sol de la mañana teñía de luz los arbustos carnosos. Las frutillas, gruesas, colgaban como joyas.
– Mira el racimo – Ana Dolores le mostraba con orgullo – Las replanté el año pasado y este año, aquí está el resultado.
Trabajaron juntos, y Germán descubrió que le agradaba esta vida tranquila. Sin reloj, sin llamadas, sin prisas. Una vida al son del amanecer y la puesta de sol.
– Prueba – le ofreció Ana Dolores un puñado de fresas – Esto no es lo que hay en el mercado. Esto es real.
Germán metió una en la boca. Dulce, con un zumo suave, que le trajo a la mente a su padre con la cesta llena de fresas. El corazón le palpitaba y, sin darse cuenta, empezaban a correrle las lágrimas.
– ¿Qué te ocurre? – se inquietó Ana Dolores.
– Nada, mamá. Solo recordé. Algo que siempre olvido.
A media tarde, ya tenían varias fregaderas llenas. Ana Dolores iría repartiendo una parte para hacer mermelada y el resto para hacer zumo.
– Mañana la patata, antes de que el tiempo se ponga mal.
Por la noche, desde el porche, Germán llamó a Alda y le contó el plan.
– Alegra, gemelito – dijo ella – Es decisión correcta. Tu madre no podría con la residencia. Se moriría allí.
– Pero el invierno la pasará con nosotros.
– ¡Por supuesto! Tengo la habitación lista. Incluso he comprado tu flor preferida, las campanillas que te encantaban.
Poniendo el teléfono de nuevo en la mesita, miró a su madre. Estaba sentada en el sofá, hojeando un paquete de fresas. Tranquila y feliz.
– Entonces, maybe tomaré más vacaciones – le dijo – En primavera y agosto. Alda y Lucía vendrán a ayudarte con la siembra.
– ¿Aprenderá la niña dónde viene la comida? – comentó Ana Dolores – No debe pensar que las patatas aparecen en el mercado solas.
– Tienes razón, mamá. Siempre la tienes.
Los días siguientes los pasaron en la traición. Alzaron patatas, recogieron legumbres y prepararon conservas. La vida laboriosa alejaba de él la nube gris que le colgaba de los hombros.
– Ves – le decía Ana Dolores mostrándole las botellas – Todo esto es hecho por la tierra. ¿Cómo lo abandono?
– No lo dejas. Tienes razón, mamá.
El día de la partida, Ana Dolores amaneció especialmente temprano. Preparó un desayuno, y empaquetó regalos: botellas de mermelada, pepinos salteados y tocino ahumado que un vecino le había dado.
– Dales esto a Alda y Lucía – le decía mientras los ponía en la caja – Dile que coman bien. Y en invierno ya veré.
– Haré.
Antes de subir, Ana Dolones abrazó como hacía años no lo hacía.
– Gracias, hijo. Por escuchar a esta vieja. Por ayudarme con la cosecha. No me hubiera bastado sola.
– Mamá – la abrazó con fuerza – Tú eres la razón por la que tuve que venir. Porque eres…
– ¿Cómo? – sonrió –
– Miel pura. Como tus fresas.
El autobús lo llevó de nuevo a Madrid. En el asiento, una bolsa con regalos y un corazón que seguía acelerándose. Sobre la última cosecha no era el fin. Además de la vida…
Madrid lo esperaba con Alda y Lucía, y en unos meses vendría la madre. Las buenas intenciones se convertirían en un plan. Porque los abuelos no se deben olvidar ni los recuerdos de donde creció.







