La última carta
Lucía no conocía a su padre. Cuando creció y le preguntó a su madre sobre él, esta solo respondió:
—¿Acaso no estás bien conmigo?
Carmen amaba a su hija, aunque no la mimaba demasiado. ¿Cómo no querer a esa niña de ojos grandes y carácter tranquilo? No daba problemas, iba bien en la escuela y siempre obedecía.
Era una niña común, sin nada que la destacara. No todas pueden ser guapas. Jamás había oído de un adulto que la llamara bonita o encantadora. «¡Es igualita a su madre!», decían.
Carmen no usaba perfumes caros, ni pintalabios, ni tacones. «¿Tacones? Con lo que me canso en la fábrica, llegas con los pies doloridos», decía. Trabajaba en una fábrica textil. El ruido en las naves era ensordecedor, así que hablaba fuerte, casi gritando.
Tras la secundaria, Carmen llevó a Lucía al pueblo para el verano, con su amiga. Parecía que la madre tenía asuntos personales. Mejor que la niña no estorbara.
—¿Cómo te hiciste amiga de mamá? —preguntó Lucía a tía Maruja—. Ella es de ciudad y tú vives aquí.
—Tu madre también es de pueblo. Somos amigas desde la cuna. Luego se fue a la ciudad, a trabajar en la fábrica. ¿No te lo contó? Siempre le dio vergüenza sus raíces. —Maruja suspiró—. Yo me quedé, me casé joven. Dios no me dio hijos, mi marido se fue a trabajar y nunca volvió. Así que vivo sola. Tu madre al menos te tuvo, pero aquí no hay hombres decentes. Todos beben.
—¿Y mi padre? ¿Sabes algo de él?
—Claro. En la fábrica solo hay mujeres. Tras el turno, no hay tiempo para amor. A tu madre, como trabajadora ejemplar, le dieron un piso. No a todas les tocaba esa suerte. Y los años pasan.
Llegó un mecánico a arreglar las máquinas. No era guapo, pero a los hombres no les hace falta. Entre tantas mujeres, cualquiera vale. No sé cómo, pero quedó embarazada de él. Fue su última oportunidad, ya casi pasaba la edad.
Carmen nunca fue agraciada. Los pretendientes no hacían cola. Cuando supo que era niña, se alegró más. Es más fácil criar a una hija sola. La tuvo para sí misma. Así se dice. —Maruja suspiró.
Con ella, Lucía hablaba con facilidad, no como con su madre. Y aprendió mucho del campo. ¿Qué más hacer en el pueblo? Había otros niños, pero todos más pequeños, no de su edad.
A finales de julio llegó al pueblo un chico, a casa del vecino. Cuando Lucía lo vio, el corazón le saltó en el pecho. Ayudaba a su abuelo en la huerta, cargaba agua del río, y ella lo observaba desde la ventana.
Un día, al verlo ir al río, Lucía agarró una toalla y lo siguió. En el camino recordó que no llevaba bañador, pero ya era tarde. Se sentó en la orilla, mirando cómo nadaba. Él la vio.
—¿Qué haces ahí? ¡El agua está buena! —le gritó.
Ella, avergonzada, quiso irse. Pero él salió y le tendió un nenúfar, con olor a río y a lodo.
Lucía le dio su toalla. Hablaron. Javier estaba en el pueblo porque sus padres se divorciaban y peleaban por la casa.
—¿Qué haces mañana? —preguntó él.
—Nada, ayudar a tía Maruja. ¿Por? —El corazón le latía fuerte. Nunca había hablado así con un chico.
—Vente al bosque conmigo, ya hay setas, y a mi abuelo le duele la pierna.
—Vale —dijo, ruborizándose.
—Temprano, con el rocío. Te chiflaré —dijo Javier.
Volvieron juntos. Él cortaba ortigas con un palo, ella llevaba la toalla mojada al hombro, como si él la abrazara.
Lucía se despertó al amanecer, mirando el reloj cada dos minutos.
—¿Qué te pasa? —preguntó Maruja, bostezando—. Duerme, es temprano.
—Voy al bosque con Javier, no quiero dormirme —confesó.
Maruja se levantó, refunfuñando, y le trajo botas de agua y ropa vieja.
—No me lo pongo. Pareceré un espantapájaros —protestó Lucía.
—Póntelo, tonta. Hay culebras y mosquitos. Y recoge el pelo bajo el pañuelo.
A regañadientes, se vistió y se miró al espejo. Un espantapájaros. Entonces, oyó el silbido. No había tiempo para cambiarse. Agarró la cesta y salió. Javier la miró, satisfecho. Él iba igual.
En el bosque, él encontraba setas; ella, ninguna.
—¿Nunca has cogido setas? —preguntó él.
Ella negó, avergonzada.
—Ya veo —suspiró, enseñándole cuáles eran comestibles.
Pronto, Lucía también las veía.
—¡Bien hecho! —dijo Maruja al ver la cesta llena—. Haré sopa y secaré algunas para el invierno.
Otro silbido sonó.
—Ve. Tu enamorado te llama al río.
Lucía se ruborizó y buscó el bañador.
Así pasaron el mes: bosque, río, tienda. Lucía se enamoró al instante. El corazón le latía fuerte al verlo, temblaba si la rozaba. Soñaba con él, deseando que amaneciera.
Agosto voló. Llegó su madre.
—¿Qué le has dado de comer, Maruja? ¡Está más llena! —Carmen examinó a su hija bronceada.
—El campo alimenta —sonrió Maruja—. Mira, setas que cogió ella. Con un amigo —añadió.
—¿Ya sales con chicos? No esperaba esto de ti, Maruja —se enfadó Carmen—. Prepara las maletas, mañana nos vamos.
—Es temprano —casi llora Lucía.
—Hay que comprar ropa y libros. Prepárate.
Lucía corrió al huerto, hacia Javier.
—¿Tu madre vino? ¿Te vas? —adivinó él.
Ella no podía hablar, ahogada en lágrimas.
—Dame tu dirección, te escribiré —pidió él.