**La Última Carta**
Carmen nunca conoció a su padre. Cuando creció y le preguntó a su madre, esta solo respondió:
—¿Acaso te ha faltado algo conmigo?
María amaba a su hija, aunque no la mimaba demasiado. ¿Cómo no querer a esa niña de ojos grandes y carácter tranquilo? No daba problemas, no faltaba al colegio, sacaba buenas notas y obedecía a su madre.
Era una chica corriente, sin nada llamativo. No todas pueden ser guapas. Nunca oyó a ningún adulto decir que era bonita o encantadora. «¡Qué igualita a su madre!», comentaban.
Su madre no usaba perfumes caros, ni pintalabios, ni tacones. «¿Tacones? Después de un día en la fábrica, las piernas me pesan como plomo», decía María, que trabajaba en una fábrica textil. El ruido de los telares era ensordecedor, por eso hablaba siempre alto, casi gritando.
Tras terminar la ESO, su madre la envió al pueblo con su amiga Antonia. Parecía que por fin tenía vida propia, y la hija no debía estorbarla.
—¿Cómo os conocisteis con mamá? —preguntó Carmen a tía Antonia—. Ella es de ciudad y tú vives aquí.
—También era del pueblo. Amigas desde la cuna. Luego se marchó a Madrid, a la fábrica. ¿No te lo contó? Siempre le dio vergüenza sus raíces. —Antonia suspiró—. Yo me quedé, me casé joven. Dios no me dio hijos, mi marido se fue a trabajar y nunca volvió. Así que aquí sigo. Tu madre al menos te tuvo, y aquí los hombres buenos escasean. Todos borrachos.
—¿Y mi padre? ¿Sabes algo de él?
—Claro que sí. En la fábrica solo hay mujeres. Después del turno, no hay tiempo para amores. A tu madre, como era de las mejores, le dieron un piso. No todas tuvieron esa suerte. Pero los años pasan.
Llegó un técnico a arreglar las máquinas. No era guapo, pero a los hombres no les hace falta. Entre tantas mujeres, cualquiera vale. No sé cómo, pero tu madre quedó embarazada. Y casi se le pasó el arroz.
María nunca fue hermosa. Los pretendientes no hacían cola. Cuando supo que sería niña, se alegró más. Es más fácil criar a una hija sola. Lo tuvo para ella misma. Así se dice. —Antonia volvió a suspirar.
Con ella, Carmen hablaba sin miedo, no como con su madre. Aprendió mucho de las tareas del campo. ¿Qué más se puede hacer en un pueblo? Había niños, pero todos muy pequeños, ninguno de su edad.
A finales de julio llegó un chico a la casa de al lado. En cuanto lo vio, el corazón le dio un vuelco. Ayudaba a su abuelo en la huerta, cargaba agua del río, y Carmen lo observaba desde la ventana.
Un día, al verlo bajar al río, agarró una toalla y salió tras él. A mitad de camino recordó que no llevaba bañador, pero ya era tarde para volver. Se sentó en la orilla, mirando cómo se zambullía y resoplaba al salir. Él también la vio.
—¿Qué haces ahí? ¡El agua está buena! —le gritó.
Ella, avergonzada, quiso irse. Pero él salió y le tendió un nenúfar, que olía a río y a lodo.
Carmen le dio su toalla a cambio. Hablaron. David había sido enviado al pueblo mientras sus padres se divorciaban y repartían sus bienes.
—¿Qué harás mañana? —preguntó él.
—Nada, ayudar a tía Antonia en la casa. ¿Por? —Su corazón galopaba. Nunca había hablado así con un chico.
—Vente al bosque conmigo. Ya salieron setas, y mi abuelo no puede ir.
—Vale —contestó, enrojeciendo.
—Temprano, con el rocío. Te aviso con un silbido —dijo David.
Volvieron juntos. Él golpeaba ortigas con un palo, y ella llevaba la toalla mojada al hombro, sintiendo como si la rodeara con su brazo.
Carmen se despertó antes del amanecer, mirando el reloj cada minuto.
—¿Qué haces despierta? —bostezó Antonia—. Duerme, es temprano.
—Voy al bosque con David, no quiero quedarme dormida —confesó.
Antonia se levantó, refunfuñando, y le trajo botas de agua y ropa vieja.
—No me la voy a poner. Pareceré un espantapájaros —refunfuñó Carmen.
—Póntela, tonta. Hay serpientes, mosquitos y garrapatas. Y recógeme el pelo bajo el pañuelo.
A regañadientes, se vistió. Al mirarse al espejo, se horrorizó. Pero un silbido la llamó desde fuera. David la examinó, satisfecho. Él iba igual.
En el bosque, él encontraba setas, mientras ella no veía ninguna.
—¿Nunca has cogido setas? —preguntó él.
Ella negó, avergonzada.
—Ya veo —suspiró él, enseñándole las comestibles y las venenosas.
Pronto ella también las distinguía.
—Buen trabajo —elogió Antonia al ver la cesta llena—. Haré sopa y secaré algunas para el invierno.
Y otro silbido sonó.
—Vete. Tu galán te llama.
Carmen, colorada, fue por el bañador.
Así pasaron todo agosto: bosque, río, tienda. Ella se enamoró al instante. El corazón le latía con fuerza al verlo, temblaba si la rozaba. Soñaba con él, deseando que amaneciera pronto.
Llegó septiembre, y con él, su madre.
—¿Qué le has dado de comer, Antonia? ¡Ha engordado! —dijo María, mirando a su hija bronceada.
—El aire del campo alimenta —sonrió Antonia—. Mira cuántas setas recolectó. Con un amigo —añadió.
—¿Ya sales con chicos? No te esperaba esto de ti, Antonia —refunfuñó María—. Recoge, nos vamos mañana.
—Es pronto —casi llora Carmen.
—Hay que comprar ropa y libros. Prepárate.
Carmen salió al huerto, encontró a David y corrió hacia él.
—¿Llegó tu madre? ¿Te vas? —adivinó él.
Ella no podía hablar, ahogada en lágrimas.
—Dame tu dirección, te escribiré —pidió él.
Carmen entró en casa, arrancó una hoja de su cuaderno y volvió. En el camino recordó que no había escrito la dirección, y al volver por un bolígrafo, oyó a su madre y a Antonia hablar tras la cocina.
—Carmen ya es mayor… ¿y si él se fija en ella? No es su hija… Por eso le dije que no…
No quiso oír más. Salió y le dio la dirección a David.
—¡Carmen! ¡Mañana madrugamos! —gritó su madre.
—Sal cuando oscurezca —dijo él y se fue.
Toda la tarde estuvo inquieta, esperando el silbido. Cuando Antonia deshizo la cama, Carmen se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó su madre, recelosa.
—Déjala, que se despida de su amigo —intercedió Antonia.
—Demasiado blanda eres… —refunfuñó María, pero no la detuvo.
Carmen salió, y allí estaba David. La llevó tras unos arbustos, donde no se les vería, y la besó.
—¡Carmen! ¡A casa!
—Vete. Si no me duermo, saldré a despedirte. Te escribiré —David y Carmen se casaron en primavera, y años después, cuando los niños jugaban en el mismo río donde ellos se conocieron, entendieron que el amor, aunque a veces se esconda entre cartas perdidas y silencios, siempre encuentra su camino.