La última carta

La Última Carta

Nunca conoció a su padre. Cuando creció y le preguntó a su madre, esta solo respondió:

—¿Acaso te falta algo conmigo?

Raquel amaba a su hija, aunque no la mimaba demasiado. ¿Cómo no querer a esa niña de ojos grandes y carácter callado? Nunca dio problemas, sacaba buenas notas y obedecía sin rechistar.

Era una chica corriente, sin nada destacable. No todas pueden ser guapas. Jamás escuchó a ningún adulto decir que era mona o encantadora. «¡Qué parecida es a su madre!», comentaban.

Raquel no usaba perfumes caros, ni pintalabios, ni tacones. «¿Tacones? Con lo que duele la espalda después de la jornada en la fábrica», decía. Trabajaba en una fábrica textil, donde el ruido de las máquinas era tal que se había acostumbrado a hablar a gritos.

Tras terminar la secundaria, Raquel llevó a Nina al pueblo donde vivía su amiga Francisca. Parecía que por fin tenía una vida propia, y su hija no debía estorbarla.

—¿Cómo os conocisteis, tía Paqui? —preguntó Nina—. Mamá es de ciudad y tú vives aquí.

—Pues tu madre también es de pueblo. Somos amigas desde la cuna. Luego ella se mudó a Madrid, a trabajar en la fábrica. ¿Nunca te lo contó? Le daba vergüenza sus orígenes —suspiró Paqui—. Yo me quedé, me casé joven. El Señor no me dio hijos, mi marido se fue a Alemania y nunca volvió. Así que aquí sigo, sola. Al menos tu madre tuvo una hija.

—¿Y mi padre? ¿Sabes algo de él?

—Claro que sí. En la fábrica solo había mujeres. Después del turno, nadie tenía fuerzas para enamorarse. A tu madre, por ser tan trabajadora, le dieron un piso. No todas tuvieron esa suerte.

Llegó un técnico para las máquinas. No era guapo, pero los hombres escaseaban. No sé cómo, pero acabó embarazada de él. Ya casi era tarde, tenía casi cuarenta.

Raquel nunca fue una belleza. Los pretendientes no hacían cola. Cuando supo que era niña, se alegró aún más. «Una hija sin padre es más fácil de criar», decía.

Con Paqui era fácil hablar, no como con su madre. Aprendió a cocinar y a cuidar la huerta. ¿Qué más se puede hacer en un pueblo?

A finales de julio, llegó un adolescente a casa del vecino. En cuanto lo vio, el corazón le dio un vuelco. Él ayudaba a su abuelo en el huerto, cargaba agua del río, y Nina lo espiaba desde la ventana.

Un día, lo siguió hasta el río. Se sentó en la orilla, contemplando cómo nadaba. Él la vio.

—¿No te bañas? ¡El agua está buena! —le gritó.

Ella, avergonzada, quiso marcharse. Pero él salió del agua y le tendió un nenúfar que olía a río y a tierra mojada.

Nina le dio su toalla. Hablaron. Jorge estaba en el pueblo mientras sus padres se divorciaban.

—¿Qué harás mañana? —preguntó él.

—Nada, ayudar a tía Paqui. ¿Por qué? —El corazón le latía a toda prisa. Nunca había hablado así con un chico.

—Vente al bosque conmigo. Han salido setas, y mi abuelo no puede ir.

—Vale —contestó, ruborizándose.

—Pero temprano, con el rocío. Te silbaré.

Volvieron juntos. Él iba apartando ortigas con un palo, y ella llevaba la toalla mojada al hombro, sintiendo su calor imaginario.

Nina se despertó antes del amanecer.

—¿Qué haces despierta? —bostezó Paqui—. Duerme, queda mucho.

—Voy al bosque con Jorge, no quiero llegar tarde.

Paqui le dio botas y ropa holgada.

—¡No me la pondré! Pareceré un espantapájaros.

—Póntela, tonta. Hay serpientes y garrapatas.

Jorge la esperaba en la puerta, vestido igual. En el bosque, él le enseñó a recolectar setas.

—¡Buena cosecha! —celebró Paqui—. Haré sopa y secaré algunas para el invierno.

Un silbido en la ventana.

—Anda, tu novio te llama.

Todo el mes fueron inseparables: al bosque, al río, a la tienda. Nina estaba enamorada.

En agosto, su madre llegó.

—¿Qué le has dado de comer? ¡Está más rellenita!

—El aire puro alimenta —sonrió Paqui—. Recogió todas estas setas. Con un amigo.

—¿Ya va al bosque con chicos? —Raquel se enfadó—. Prepara las maletas.

Nina corrió a buscar a Jorge.

—¿Te vas? —Él lo adivinó.

—Dame tu dirección. Te escribiré.

Entró en casa a por papel. Al salir, oyó a su madre:

—¿Y si se fija en ella? No es su padre de sangre…

Le dio a Jorge la dirección.

Esa noche, se despidieron con un beso.

—Te escribiré —prometió él.

De vuelta en Madrid, Nina revisaba el buzón cada día. Hasta que la llave desapareció.

—La habrás perdido —dijo Raquel.

Los años pasaron. Nina estudió Económicas, trabajó en una empresa. Raquel enfermó.

—Voy a morir. Quedarás sola. El hijo de mi amiga viene el sábado. Conócelo.

Pero a Nina no le gustó.

—¿Quieres un príncipe? La vida no es un cuento. ¡Y no registers a nadie en este piso! —gritó Raquel.

Tras su muerte, Nina encontró una carta escondida en una caja.

«Nina, hola. Nunca contestaste a mis cartas. Espero que estés bien».

Era de hacía ocho años.

—¡Cómo pudiste, mamá! —lloró.

Una compañera le animó a viajar al pueblo.

Paqui seguía viva.

—Tu madre murió —le dijo Nina.

—Jorge también volvió. Se divorció. Da clases en el colegio.

Nina lo encontró en el huerto.

—Perdón por no contestar. Mi madre escondió tus cartas.

—Yo también te esperé —confesó él.

Se quedó en el pueblo ese fin de semana. Antes de irse, prometió volver.

Pero en Madrid, su corazón seguía allí. Llamó a Jorge.

—¿Por qué esperar? Ven a vivir conmigo.

Él llegó en junio. Ella estaba embarazada. Vendieron su piso, compraron uno más grande.

Al hacer la mudanza, Nina encontró una foto de su madre. Sonreía. O quizá era solo un recuerdo que ahora veía distinto.

La vida enseña que el amor verdadero no entiende de tiempo ni de distancias. Y que, a veces, los corazones rotos pueden volver a latir juntos.

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La última carta