La traición que llevó a sus gemelas a la riqueza inesperada

El Regreso de Lucía: Un Reencuentro con Sabor a Paella

Era un mediodía sofocante en Valencia, donde el sol se empeñaba en freír hasta los pensamientos. Clara y Sofía, las dueñas del exitoso restaurante «La Cazuela de la Abuela», atendían a los clientes con esa mezcla de gracia y eficacia que solo las gemelas sabían conjugar. Gracias a la misteriosa ayuda del empresario Antonio del Valle, habían hecho realidad su sueño de tener un local propio. Pero entre risas y pedidos, siempre latía ese recuerdo de lo mucho que habían luchado para llegar allí.

Ese día, mientras Sofía anotaba una comanda, entró una mujer con aire derrotado y zapatos gastados. La camarera nueva, Loli, casi no le prestó atención, hasta que la mujer le clavó una mirada llena de súplica.

—¿Qué le pongo, señora? —preguntó Loli, intentando no sonar demasiado práctica.

La mujer tragó saliva antes de responder:

—Necesito trabajo. Barro, friego, lo que sea… Por favor.

Algo en su voz hizo que Loli la llevara ante las dueñas. Clara y Sofía intercambiaron una mirada cómplice.

—Pues mira, justo nos falta alguien para fregar —dijo Sofía, encogiéndose de hombros—. Puedes empezar hoy.

La mujer, que dijo llamarse Lucía, agradeció con lágrimas en los ojos y se puso el delantal como si fuera una armadura.

Los días pasaron y Lucía demostró ser más fiel que un churro al chocolate: llegaba temprano, se quedaba tarde y jamás se quejaba, aunque sus manos temblaran de cansancio. Las gemelas sentían una extraña afinidad con ella, como si el destino les jugara una broma pesada.

El secreto estalló una mañana cuando su padre, Don Javier, apareció para su visita semanal. Al ver a Lucía en la cocina, se le cortó el saludo a medio aire.

—¿Esa es la nueva friegaplatos? —preguntó con voz más ronca de lo normal.

—Sí, papá. ¿La conoces? —inquirió Clara, arqueando una ceja.

Don Javier respiró hondo antes de soltar la bomba:

—Chiquillas… esa mujer es vuestra madre.

El silencio que siguió pudo haberse vendido como ruido blanco. Lucía, al oírlo, dejó caer un cazo con estrépito.

—No espero que me perdonéis —balbuceó, limpiándose las manos en el delantal—. Pero debéis saber que os dejé porque creí que seríais más felices sin mí.

Las gemelas se encerraron en la oficina a discutir, entre lágrimas y tazas de café frío.

—¿Perdonamos a quien nos abandonó como un tique de lotería sin premio? —preguntó Sofía, mordisqueando una magdalena.

—No lo sé… pero mira cómo friega esos pucheros —respondió Clara, medio en broma, medio en serio.

Al final, optaron por darle una oportunidad. Con condiciones, eso sí: terapia familiar los miércoles y prohibido mencionar sus tres divorcios de hombres ricos (“que ya sabemos que te fue peor que a un toro en San Fermín”, le dijo Sofía).

Poco a poco, Lucía se ganó su lugar. Aprendió a hacer la paella como es debido, dejó de saltarse las sesiones con la psicóloga y hasta curó su manía de esconder servilletas como si fueran lingotes de oro (“costumbres de cuando vivía en la calle”, explicaba avergonzada).

Un año después, en el aniversario del restaurante, Lucía subió a un taburete y brindó entre sollozos:

—Mis hijas me enseñaron que el amor no caduca, aunque lo guardes mal cerrado. ¡Salud!

Y entre risas y algún que otro «¡qué teatrera!», la familia empezó su nueva vida. Porque, como bien saben en Valencia, hasta el arroz más pasado tiene remedio… si le echas un buen sofrito.

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La traición que llevó a sus gemelas a la riqueza inesperada