La nuera traicionó a mi hijo y desde entonces es otra persona
No sé cómo sacarlo de este abismo. No sé cómo ayudarlo cuando el corazón de una madre se parte de dolor e impotencia.
Mi hijo, Javier, nació de un amor verdadero y fuerte. Su padre y yo lo dimos todo por él: esfuerzo, tiempo, esperanzas, juventud. Lo criamos para que fuera honesto, bondadoso y sensible. Lo único que deseábamos era que creciera, encontrara una buena chica, formara una familia y nos diera nietos. Una simple felicidad humana, nada más.
Pero todo salió mal.
Hace tres años, cuando Javier tenía solo diecinueve, se enredó con una mujer que le llevaba casi una década. Divorciada, con un hijo, una vida complicada y, como después descubrimos, un carácter aún más difícil.
Hasta ahora me cuesta recordar el día que supe que ella no podía tener hijos. Mi hijo me dijo entonces: «Mamá, no esperes milagros». Se me cayó el mundo encima.
Corrí por la casa llorando, suplicándole a mi marido que hablara con Javier. Él solo callaba, fumando un cigarrillo tras otro. Al final murmuró: «Si nos oponemos, lo perderemos». Cedimos. Me tragué mis lágrimas y acepté a esa mujer… por mi hijo.
Era demasiado astuta. Despierta, calculadora. Más de una vez la sorprendí coqueteando con otros, escuché conversaciones sospechosas, noté sus ausencias extrañas. Pero frente a Javier, era dulce, sumisa, le acariciaba la mejilla sonriendo. Y él le creía. A ella, sí. A su madre, no.
Un día, mi marido y yo íbamos a visitar a unos amigos en un pueblo cercano. Ya estábamos en la estación de autobuses cuando me di cuenta de que había olvidado los billetes en casa. Regresé corriendo, apurada. Y de pronto vi un coche desconocido aparcado frente a nuestra casa.
No llamé al timbre. Tenía las llaves en el bolso y entré en silencio, casi sin hacer ruido. Como si mi corazón ya supiera lo que encontraría.
En nuestro dormitorio, sobre la cama, la vi. Con un tipo que, como supe después, acababa de salir de la cárcel hacía una semana. Toda la vecindad lamentaba que hubiera vuelto. Y ella lo había metido en su casa. Donde vivía mi hijo. Me quedé helada.
Sabía que si solo se lo contaba, Javier no me creería. Así que mentí. Lo llamé al trabajoen esa época estaba en una cafetería cercay le dije que me había dejado las llaves dentro. Que viniera a abrir. Quería que viera con sus propios ojos en qué se había convertido aquella a la que llamó su esposa.
Llegó rápido. Abrió la puerta, entró y… se derrumbó. Ni gritos ni palabras. Solo se sonrojó, se sentó en el suelo y lloró. Como un niño. Como aquel pequeño al que yo mecí en brazos. Solo repetía: «¿Por qué?»
Desde ese día no es el mismo. Como una sombra. No ríe, no habla, no bromea. Camina como si estuviera bajo el agua. Ella sigue viviendo con él. Sigue presumiendo, mintiendo, fingiendo que no pasó nada. Y él… como si se estuviera muriendo en vida.
A veces pienso: ¿habré hecho mal al abrirle los ojos? ¿Sería mejor que viviera en su ilusión? Pero luego recuerdo que no merece esa mentira. Nadie la merece. Que sufra, pero que sepa la verdad. Que duela, pero que sea real. Porque ser traicionado y no saberlo es mil veces peor.
Y ahora solo quiero que mi hijo vuelva a vivir. Que pueda soltar. Que encuentre a alguien verdadero. Porque es bueno, puro, digno. No lo crié para ver cómo una mujer ruin le pisotea el corazón.