La Tienda de Segunda Mano Mágica

El Rastro Encantado

Yo, Lucía, suelo recordar mi infancia, y siempre vuelve a mi memoria aquella tienda de segunda mano, como un pequeño bazar de maravillas al que escapábamos con mis amigas después del cole. Tenía once años, cursaba quinto de primaria, y el mundo parecía lleno de misterios. Con Adriana y Marina, convertíamos los días ordinarios en aventuras, y aquel local era nuestro tesoro, un lugar donde cada objeto guardaba su propia historia. Incluso ahora, años después, cierro los ojos y veo sus estanterías, el olor a libros viejos y esa emoción infantil que ya no regresa.

Aquel año éramos inseparables. Adriana, con sus coletas siempre revueltas, soñaba con ser arqueóloga, mientras que Marina, la más sensata de las tres, llevaba en la mochila un cuaderno donde anotaba “pensamientos importantes”. Yo, Lucía, estaba en medio—adoraba imaginar, fingiendo ser la protagonista de una novela o una viajera intrépida. Al salir de clase, no íbamos directo a casa, sino que corríamos hacia la tienda de segunda mano al final de nuestra calle. Era un local viejo, con un letrero gastado y una puerta que chirriaba, pero para nosotras era la cueva de Alí Babá, repleta de secretos y maravillas.

El sitio no era grande, pero dentro parecía infinito. Las estanterías rebosaban de objetos: candelabros antiguos, libros desgastados, vestidos con encajes en el cuello, relojes que se habían parado años atrás. La dueña, doña Carmen, siempre estaba detrás del mostrador, tejiendo y refunfuñando con bondad: “Niñas, no arméis lío, ¡que no rompáis nada!”. Pero nosotras no armábamos jaleo—éramos exploradoras, buscadoras de tesoros. Adriana encontró una vez un broche de cobre con forma de escarabajo y juró que era un amuleto de una princesa egipcia. Marina hojeaba revistas de moda amarillentas, soñando con coser un vestido igual. Y a mí me encantaban los libros, especialmente uno con la cubierta desgastada, sobre piratas. Imaginaba que entre sus páginas se escondía un mapa del tesoro.

Un día de noviembre, frío y gris, entramos otra vez en la tienda. Afuera lloviznaba, nuestras zapatillas chapoteaban, pero dentro hacía calor y olía a polvo y lavanda. Corrí directa a mi estantería favorita, mientras Adriana arrastraba a Marina hacia una caja de bisutería. “¡Lucía, ven! —gritó Adriana—. ¡Mira este anillo!”. En su palma había un aro fino con una piedra verde, apagada pero igualmente mágica. “¡Esto es de un castillo seguro! —afirmó—. O del baúl de alguna condesa”, añadió Marina, entrecerrando los ojos. Nos reímos, probándonos el anillo por turnos, y me sentí como el personaje de un cuento.

Doña Carmen, al vernos tan animadas, se acercó sonriendo: “¿Os gusta? Solo son cinco euros, chicas. Llevádmelo antes de que alguien más lo quiera”. ¡Cinco euros! Solo teníamos dinero para los churros del recreo, pero no nos rendimos. “¡Vamos a juntar las monedas! —propuse—”. Vaciamos los bolsillos: yo llevaba dos euros, Adriana uno y algunas calderilla, Marina tenía un euro y medio. No llegábamos, pero insistimos. “Doña Carmen —suplicó Adriana—, ¿nos lo guarda? ¡Mañana le pagamos!”. Ella negó con la cabeza, pero sus ojos reían: “Vale, lleváoslo, pero mañana me lo traéis todo”.

Salimos de la tienda como si hubiéramos ganado una batalla. El anillo quedó en el bolsillo de Marina, y lo tocábamos por turnos, como si fuera de verdad mágico. Esa noche no podía dormir, imaginando que había pertenecido a una aventurera que cruzó océanos. Al día siguiente devolvimos el dinero—hasta renuncié a mi churro para reunir los cincuenta céntimos que faltaban. Y aunque el anillo luego se perdió (Adriana juró que lo dejó en la mochila), aquella emoción jamás se fue.

Aquel local no era solo una tienda de cosas usadas. Nos enseñó a soñar, a creer en lo extraordinario, a ver magia en lo cotidiano. Con el tiempo, Adriana, Marina y yo crecimos y nos separamos. Adriana es geóloga, Marina diseñadora, y yo profesora de literatura. Pero cada vez que hablamos, alguien termina diciendo: “¿Os acordáis de aquel rastro?”. Y nos reímos, como si volviéramos a tener once años, frente a estanterías llenas de historias.

Ahora vivo en una gran ciudad, y ya casi no quedan sitios así. A veces entro en anticuarios, pero no es lo mismo—demasiado pulcro, sin aquella magia. Echo de menos el chirrido de la puerta, a doña Carmen, nuestras fantasías de niñas. Hace poco encontré un libro viejo en una caja—aquel de piratas. Lo abrí, respiré el olor de sus páginas y, por un momento, volví a quinto de primaria. Quizá aquel rastro fue nuestro tesoro, no por los objetos, sino por quienes éramos dentro. Y agradezco al destino una infancia así—con amigas, sueños y un rincón encantado que siempre vivirá en mi memoria.

Rate article
MagistrUm
La Tienda de Segunda Mano Mágica