La tercera habitación: un secreto reservado

**La tercera habitación — no es para invitados**

—¡No te atrevas a entrar ahí! —gritó Carmen López, saliendo de la cocina con las manos mojadas—. ¡Cuántas veces te lo tengo que decir!

Diego, de diez años, se detuvo frente a la puerta entreabierta y giró hacia su abuela. Sus ojos reflejaban confusión mezclada con resentimiento.

—Abue, ¿qué hay ahí dentro? Solo quería echar un vistazo…

—¡Nada! ¡Solo polvo! —Carmen se acercó con determinación, cerró la puerta de golpe y giró la llave—. Mejor ve a ver los dibujos o juega con tus legos.

Diego se encogió de hombros y se arrastró hacia el salón, pero Carmen notó cómo lanzaba miradas furtivas a la misteriosa puerta. Respiró hondo y guardó la llave en el bolsillo del delantal. Otra vez lo mismo. Cada vez que su nieto venía de vacaciones, la historia se repetía.

—Mamá, ¿por qué lo asustas así? —Laura salió del baño, secándose el pelo con una toalla—. Es un niño, le pica la curiosidad.

—¿Y a ti no? —replicó Carmen con brusquedad.

Laura se quedó quieta, la toalla suspendida en el aire.

—Yo… yo prefiero no remover el pasado, mamá. ¿Para qué?

—Exacto. Y Diego tampoco necesita hacerlo. Que juegue al aire libre en vez de husmear donde no debe.

Laura abrió la boca, pero calló. Conocía ese tono. Discutir era inútil.

Carmen regresó a la cocina y encendió el hervidor. Le temblaban las manos al sacar las tazas del armario. Veinte años después, y aún le dolía el pecho al pensar en aquella habitación.

Por la tarde, Diego se tumbó en el sofá con la tablet, Laura leyó un libro, y Carmen, mientras fregaba los platos, vigilaba de reojo a su nieto. Demasiado listo, demasiado observador.

—Abue —preguntó Diego sin levantar la vista de la pantalla—, ¿por qué tienes un piso de tres habitaciones si solo usáis dos?

El plato que sostenía Carmen chocó contra el fregadero.

—¿Cómo sabes que son tres? —preguntó con cautela.

—¡Si es obvio! Hay tres puertas: tu dormitorio, el salón donde duermo yo, y esa otra que siempre está cerrada.

Laura alzó la mirada. Carmen permanecía de espaldas, los hombros tensos.

—Ahí… guardo cosas viejas —murmuró—. Nada que te interese.

—¿Puedo ver? Seré cuidadoso, no romperé nada.

—¡No! —se volvió bruscamente—. ¡Y no insistas!

Diego se sobresaltó. Hasta Laura arqueó las cejas.

—Mamá, ¿qué te pasa? Nunca le gritas así.

Carmen se apoyó en el fregadero y se pasó una mano por la cara.

—Perdona, cariño. Es que… estoy cansada hoy. No te enfades con tu abuela.

Diego asintió, pero la duda persistía en sus ojos. Listo. Demasiado listo.

Esa noche, cuando el niño se durmió, Laura se sentó con su madre.

—Mamá, ¿no crees que ya es hora?

—¿Hora de qué?

—De… ocupar esa habitación. Han pasado veinte años. Papá ya no está, y tú sigues…

—¡No digas eso! —Carmen se levantó tan rápido que la silla cayó—. ¡Ni se te ocurra entrar ahí!

—Mamá, tranquilízate. Solo digo que no es sano vivir así.

Carmen enderezó la silla y se sentó. Le temblaban las manos.

—No es dolor. Es… paz. Saber que todo sigue en su sitio. Intacto.

—Diego crece. Pronto necesitará su cuarto cuando nos visite. ¿Seguirás haciendo que duerma en el sofá?

—Aún es pequeño.

Laura suspiró. Recordaba esa habitación. El escritorio junto a la ventana, las estanterías, la cama estrecha. Huellas de una vida truncada demasiado pronto.

—¿Recuerdas cómo se enfadaba contigo? —susurró Laura—. Cuando le ordenabas su cuarto. Decía que tenía su propio sistema, que no tocara nada.

Carmen sonrió entre lágrimas.

—Sí. Tan independiente… Hasta los platos los lavaba él. Decía que un hombre debe ocuparse de sí mismo.

—Solo tenía diecisiete años, mamá.

—Sí, diecisiete… Pero parecía mayor. Discutía de política con tu padre durante horas. Citaba datos, fechas…

Laura asintió. Recordaba a su hermano pequeño: su risa, su terquedad, sus sueños.

—A veces sueño que solo se fue de viaje —musitó Carmen—. Que mañana volverá, abrirá su puerta y dirá: *«Mamá, ¿por qué la cerraste? Olvidé mis llaves»*.

—Mamá…

—Sé que es una tontería. Pero me ayuda pensar que está en un viaje… largo.

—No volverá. Y esa habitación no lo traerá de vuelta.

—¿Entonces qué lo hará? —Carmen sollozó—. ¿Cómo olvidar el hospital? ¿Los médicos negando con la cabeza? ¿Cómo le rogué a Dios, prometiéndole todo, con tal de que viviera?

Laura calló. Un accidente absurdo. Un coche que no lo vio en la oscuridad. Tres días en coma. Nada más.

—¿Recuerdas cuando me enseñó a hacer empanadillas? —dijo Carmen—. Decía que no las sellaba bien, que se abrirían. Él mismo me mostraba, todo serio, con los brazos enharinados.

—Sí. Y siempre olvidaba apagar la luz.

—Decía que volvería más tarde… Y yo creía que teníamos tanto tiempo por delante.

Callaron. Afuera, la noche lo envolvía todo.

—Diego se parece mucho a él —dijo Laura.

—Sí. Igual de terco, igual de curioso.

—¿Y por eso a veces te duele mirarlo?

Carmen reflexionó.

—No es dolor. Es… extraño. Como si el tiempo diera marcha atrás. Como si Javier volviera a tener diez años.

—¿No crees que Diego merece esa memoria? Ni siquiera sabe que tuvo un tío.

—¿Para qué? Que viva sin ese dolor.

—Mamá, la memoria no es solo dolor. También es amor.

Carmen se acercó a la ventana. Una farola iluminaba la calle.

—Tengo miedo, Laura. Miedo de que, si abro esa puerta, todo termine. De perderlo definitivamente.

—¿Acaso no lo perdiste hace veinte años?

Carmen la miró.

—¿Crees que he vivido mal?

—Has vivido como pudiste. Pero quizá… es hora de intentar algo distinto.

Esa noche, Carmen no durmió. Escuchaba la respiración de su nieto, igual que la de Javier años atrás.

Al amanecer, se levantó y caminó hasta la puerta. La llave temblaba en su mano.

El chirrido de la puerta al abrirse le erizó la piel. Encendió la luz.

Polvo. Libros viejos. Todo igual: el escritorio lleno de apuntes, los pósteres de sus grupos favoritos, la cama con la almohada arrugada.

Carmen tocó los lomos de los libros: *«Física», «Matemáticas», «Historia»…* Javier estudiaba hasta tarde.

En la mesilla, una foto: él en la graduación, sonriente, lleno de sueños. Carmen la tomó y se sentó en la cama.

—Perdóname, hijo —susurró—. Por encerrarte aquí. Seguro que no te gustaría.

ApCarmen dejó la llave en el estante del pasillo, junto al último retrato familiar donde los cuatro sonreían, y supo que, aunque Javier nunca volvería, su corazón seguiría viviendo en los recuerdos que ahora compartiría con Diego.

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