La tercera habitación: un secreto oculto

—¡No te atrevas a entrar ahí! —gritó Valentina mientras salía de la cocina con las manos mojadas—. ¡Cuántas veces te lo tengo que decir!

Diego, de diez años, se quedó inmóvil frente a la puerta entreabierta, mirando a su abuela con ojos llenos de confusión y un dejo de reproche.

—Abuela, ¿qué hay ahí? Solo quería echar un vistazo…

—¡Nada importante! ¡Solo polvo! —Valentina se acercó con determinación, cerró la puerta de golpe y giró la llave—. Mejor ve a ver los dibujos o juega con tus legos.

Diego se encogió de hombros y se fue al salón, pero Valentina notó cómo lanzaba miradas furtivas hacia la puerta misteriosa. Respiró hondo y guardó la llave en el bolsillo del delantal. Otra vez lo mismo. Cada vez que su nieto venía de visita, la escena se repetía.

—Mamá, ¿por qué lo asustas así? —Isabel salió del baño secándose el pelo con una toalla—. Es un niño, es normal que sienta curiosidad.

—¿Y a ti no te da curiosidad? —replicó Valentina con brusquedad.

Isabel se detuvo en seco, la toalla suspendida en el aire.

—A mí… a mí me va bien así, mamá. ¿Para qué remover el pasado?

—Exacto. Y Diego tampoco necesita saber. Que juegue al aire libre en vez de husmear por rincones ajenos.

Isabel abrió la boca para contestar, pero se contuvo. Conocía ese tono de su madre. Discutir era inútil. Mejor distraer al niño con otra cosa.

Valentina regresó a la cocina y encendió el hervidor. Las manos le temblaban al sacar las tazas del armario. Veinte años después, y aún el corazón se le encogía al pensar en aquel cuarto. En lo que había quedado dentro.

Después de comer, Diego se tumbó en el sofá con su tablet e Isabel se sumergió en un libro. Valentina lavaba los platos y vigilaba de reojo a su nieto. El niño era listo, observador. Demasiado observador.

—Abuela —preguntó Diego de pronto, sin levantar la vista de la pantalla—, ¿por qué vives en un piso de tres habitaciones si solo usas dos?

Valentina dejó caer un plato en el fregadero, que resonó con un chasquido metálico.

—¿Cómo sabes que el piso tiene tres habitaciones? —preguntó con cautela.

—¡Pero si es obvio! Sé contar puertas. Ahí está tu dormitorio, el salón donde duermo yo, y esa otra, la que siempre está cerrada.

Isabel alzó la mirada del libro y observó a su madre. Valentina estaba de espaldas, los hombros tensos.

—Ahí… ahí guardo cosas viejas —murmuró—. Nada que te interese.

—¿Puedo ver? Prometo no tocar nada.

—¡No! —Valentina se volvió bruscamente—. ¡Y no insistas!

Diego se sobresaltó por el tono de su voz, e incluso Isabel levantó las cejas, sorprendida.

—Mamá, ¿qué te pasa? —se levantó—. Nunca le gritas así a Diego.

Valentina se apoyó en el fregadero y se pasó una mano por el rostro.

—Perdona, cariño. Es que… estoy muy cansada hoy. No te enfades con tu abuela.

Diego asintió, pero la confusión no desapareció de sus ojos. Un niño inteligente. Demasiado inteligente.

Esa noche, cuando Diego se durmió, Isabel se sentó con su madre en la cocina.

—Mamá, ¿no crees que ya es hora?

—¿Hora de qué?

—De… limpiar ese cuarto, por fin. Han pasado veinte años. Papá ya no está, y tú sigues…

—¡No lo hagas! —Valentina se levantó tan rápido que la silla se cayó—. ¡No te atrevas a entrar ahí!

—Mamá, tranquilízate, por favor. Solo pienso que no es sano vivir así. Tú misma sufres.

Valentina recogió la silla y se sentó de nuevo. Las manos seguían temblando.

—No sufro. Solo… es mejor así. Saber que todo está en su sitio. Que nada se ha tocado.

—Pero Diego está creciendo. Pronto necesitará su propia habitación cuando nos visite. ¿Y qué, siempre lo vamos a acomodar en el sofá?

—Tiempo hay. Todavía es pequeño.

Isabel suspiró. Recordaba ese cuarto. Recordaba cómo era veinte años atrás, la última vez que había entrado. El escritorio junto a la ventana, las estanterías llenas de libros, la cama individual junto a la pared. Y por todas partes, rastros de una vida que se truncó demasiado pronto.

—¿Recuerdas cómo se enfadaba contigo? —dijo Isabel en voz baja—. Cuando le ordenabas su cuarto. Gritaba que tenía su propio sistema y que no tocases nada.

Valentina sonrió entre lágrimas.

—Lo recuerdo. Tan independiente. Todo lo quería hacer solo. Ni siquiera dejaba que le recogiésemos los platos sucios. Decía que un hombre debe ocuparse de sus cosas.

—Solo tenía diecisiete años, mamá.

—Sí, solo diecisiete… Pero parecía tan maduro. Sabía de todo, tenía opiniones firmes. ¿Recuerdas cómo discutía con tu padre de política? Podía hablar durante horas, con datos, con cifras…

Isabel asintió. Recordaba a su hermano menor, su risa, su terquedad, sus sueños. Recordaba cómo planeaba entrar en la universidad, cómo imaginaba su futuro.

—A veces sueño que solo se fue de viaje —susurró Valentina—. Que mañana volverá, abrirá su habitación y dirá: «Mamá, ¿por qué cerraste la puerta? Me dejé las llaves dentro».

—Mamá…

—Sé que son tonterías. Pero es más fácil pensar que está en un viaje largo. Y cuando vuelva, todo será como antes.

Isabel tomó la mano de su madre.

—No va a volver, mamá. Y ese cuarto no lo traerá de vuelta.

—¿Qué lo hará entonces? —Valentina sollozó—. ¿Qué me ayudará a olvidar cómo estaba en el hospital? Cómo los médicos movían la cabeza. Cómo le rogué a Dios, prometí cualquier cosa con tal de que siguiese vivo…

Isabel calló. ¿Qué podía decir? El accidente había sido absurdo, sin sentido. Jaime cruzaba la calle, el conductor no lo vio en la oscuridad. El chico agonizó tres días en el hospital, sin recuperar la conciencia.

—¿Recuerdas —dijo de pronto Valentina— cuando me enseñó a hacer empanadillas? Decía que no las sellaba bien, que se abrirían al cocer. Se ponía a mi lado, tan serio, con las manos llenas de harina.

—Lo recuerdo. Y que siempre olvidaba apagar la luz de su cuarto. Tú le regañabas, y él decía que volvería más tarde.

—Sí, lo decía… Y yo le creía. Creía que teníamos tanto tiempo por delante. Que crecería, se casaría, tendría hijos. Que yo sería abuela, que malcriaría a mis nietos…

Permanecieron en silencio, cada una en sus pensamientos. Fuera ya era de noche, y en la cocina solo brillaba la lámpara sobre la mesa.

—Diego se parece mucho a él —dijo Isabel de pronto.

—Sí, mucho. Igual de testarudo, igual de curioso. Y con esa misma mirada inteligente.

—¿Por eso a veces te cuesta mirarlo?

Valentina reflexionó.

—No es que me cueste. Es extraño. Como si el tiempo diera marcha atrás. Como si Jaime estuviese aquí otra vez, con diezValentina dejó que las lágrimas rodaran libremente mientras abrazaba a Diego en el cuarto que ya no era un secreto, sintiendo por fin que el amor era más fuerte que el dolor.

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