La Tarjeta de Cumpleaños que Cambió Todo entre Nosotras

En mi cumpleaños número 47, puse la mesa para tres—un sitio vacío que me partía el alma. Dos años de silencio por parte de mi hija, Carla, habían endurecido mi pena como una costra. Pero esa noche, una tarjeta olvidada, escondida en un cajón viejo, lo cambiaría todo.

Coloqué el último plato con cuidado, los dedos temblándome apenas. Había tres cubiertos—dos usados, uno intacto.

El tercer plato, con los cubiertos perfectamente alineados, seguía frente a la misma silla que nadie había ocupado en dos años. Aun así, lo ponía cada cumpleaños. Como la esperanza, se había convertido en un ritual del que no podía desprenderme.

Alberto estaba junto al fregadero, secándose las manos con un trapo tan gastado que parecía haber sobrevivido a mil cenas.

Vio el plato de más y dijo en voz baja: «¿Es para Carla?».

Asentí sin palabras, la mirada clavada en la mesa. Todo parecía demasiado perfecto.

En el centro, la lasaña humeaba con su aroma familiar. El puré de patatas, esponjoso, con pequeños lagos de mantequilla derretida como estrellitas doradas. Y allí estaba—mi tarta de cumpleaños. Pequeña, redonda, con velitas que formaban un cuatro y un siete brillando en medio.

Ya ni siquiera me gustaba la tarta.

Alberto se acercó y encendió las velas. Las llamitas bailaban, como intentando animarme.

«Adelante», susurró, con una sonrisa tímida.

Pero en sus ojos vi que vigilaba mis grietas, por si cedía.

Negué con la cabeza, mirando la silla vacía frente a mí. Me devolvía la mirada, fría y muda.

Carla no se había sentado allí en dos largos años. Ni llamadas. Ni mensajes. Ni felicitaciones.

Era como si hubiera desaparecido, y a mí no se me permitiera echarla de menos en voz alta.

Respiré hondo, uno de esos suspiros que empiezan en el estómago y duelen al llegar al pecho. Luego cogí el móvil.

Su contacto aún decía «Mi Niña». Nunca lo cambié.

Pulsé «Llamar».

El tono sonó como pasos en un pasillo oscuro.

Y se cortó.

«Todavía no está preparada», musité para mis adentros.

Alberto se acercó y me abrazó. Y entonces me rompí. Las lágrimas cayeron rápidas y calientes, como si llevaran todo el día esperando.

Soplé las velas de un golpe y pedí mi único deseo: poder abrazarla otra vez. Solo una vez más.

Esa noche, cuando Alberto se fue a dormir y la casa quedó en silencio, me senté al borde de la cama. Los muelles crujieron bajo mi peso.

La lámpara proyectaba una luz tenue en la pared, como recuerdos danzando entre sombras.

Metí la mano bajo la cama y saqué el álbum de fotos viejo. El de las esquinas desgastadas y una pegatina de flores medio borrada en la portada.

Lo abrí despacio, y el olor a papel viejo y tiempo me envolvió—polvoriento, familiar, agridulce.

La primera foto me detuvo. Carla. Nueve meses, puré de manzana embadurnado en sus mejillas, su manita agarrando mi pulgar como si yo fuera lo único en lo que confiaba.

«Era mía», susurré al vacío. «Todavía lo es».

Pero durante dos años, había sido un fantasma en su vida. Lo había intentado todo—llamadas, cartas, correos.

Silencio.

Quizá me lo merecía.

Tal vez te preguntes qué clase de madre pierde la confianza de su hija. La verdad es que nunca le expliqué a Carla por qué dejé a su padre, Joaquín.

Él y yo ya nos estábamos deshaciendo mucho antes de irme. Cuando al fin me marché, no dije nada.

Creí que la protegía de lo feo.

Me equivoqué.

Carla adoraba a su padre. Para ella, era un héroe—entrenador de baloncesto, maestro de tortillas, cantor de nanas.

¿Y yo? Desaparecí sin una palabra. Dejé que el silencio creciera como un muro entre nosotras.

Un muro demasiado alto para escalar ya.

«Tengo que intentarlo otra vez», le dije a Alberto a la mañana siguiente, atándome las botas con manos temblorosas.

Él se quedó en el marco de la puerta, observándome con esa paciencia callada que siempre mostraba cuando iba a hacer algo difícil.

«¿Quieres que vaya contigo?», preguntó, ya cogiendo las llaves.

«¿Seguro?», susurré, apretándole la mano.

Asintió. «Iré a tu lado».

El trayecto a casa de Joaquín estuvo lleno de ese silencio que se cuela entre dos personas como un tercer pasajero. Los neumáticos zumbaban sobre el asfalto frío.

Mi corazón latía fuerte, como advirtiéndome.

Al aparcar, me quedé paralizada. El porche era el mismo—pintura descascarillada, escalón agrietado.

Alberto me apretó la mano, luego salió y llamó al timbre antes de que pudiera echarme atrás.

Joaquín abrió la puerta. Parecía distinto—más viejo, cansado. La camisa de cuadros arrugada, la barba desaliñada. Entrecerró los ojos como si no diera crédito a lo que veía.

«Hola», dijo.

«Hola», respondí, casi sin voz.

Se hizo a un lado y nos dejó pasar. La casa olía a leña y café rancio.

Nos sentamos en el salón, el aire cargado de pasado.

«Vine a preguntar por Carla», dije, conteniendo la emoción. «No contesta mis llamadas. Lo he intentado todo».

Joaquín se rascó la nuca. «Se fue a Suiza… hace más de un año. Con su novio».

Parpadeé. «¿Qué? ¿No me lo dijiste?».

«No preguntaste», murmuró, mirando al suelo.

«¡Llamé! ¡Escribí! ¡Nunca respondió!».

«Cambió de número», añadió. «No recibió tus cartas».

Todo mi cuerpo se enfrió. «No lo sabía».

Entonces se levantó, como recordando algo. «Espera—dejó algo para ti».

Cruzó la habitación hasta una mesita y abrió un cajón. Sonaron bolígrafos, crujieron papeles.

Luego me tendió una tarjeta.

Doblada con cuidado, las esquinas suaves por el tiempo. El sobre ligeramente rizado, amarillento.

«Quería que te la diera», dijo.

Mis manos temblaban al cogerla.

La portada brillaba: «¡Feliz Cumpleaños, Mamá!».

Dentro, con la letra reconocible de Carla, decía:

Feliz 46º cumpleaños, mamá…

Parpadeé, confundida. «Tengo 47», dije, la voz temblorosa. «¿Te la dio el año pasado?».

Joaquín se rascó la cabeza y desvió la mirada. «Iba a… Se me olvidó. El tiempo se me fue».

«¿Se te olvidó?». Me levanté, la rabia brotando. «¿La tuviste un año entero? ¿Mientras yo lloraba pensando que mi hija me odiaba?».

«No quise hacerte daño», dijo en voz baja.

«Te odio por esto», espeté. «Me la apartaste».

Alberto se levantó, poniéndome una mano suave en la espalda.

«Vámonos», susurró.

Dejé que me guiara fuera, la tarjeta agarrada como si fuera de oro. Como si pudiera devolverméla.

EnY mientras la abrazaba, supe que aunque el tiempo se nos había escapado, nunca sería demasiado tarde para volver a empezar.

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