**Mi hija no me hablaba desde hacía años, hasta que encontré la tarjeta de cumpleaños que nunca envió**
Hoy cumplí 47 años y puse la mesa para tres, con un lugar que se quedó vacío, como una herida abierta. Dos años de silencio de mi hija, Lucía, habían convertido mi dolor en algo frío, como una piedra en el pecho. Pero esa noche, una tarjeta olvidada en un cajón cambiaría todo lo que creía saber.
Coloqué el último plato con cuidado, sintiendo un temblor en los dedos. Tres cubiertos, dos ocupados, uno intacto.
El tercer plato, con sus cubiertos impecables, seguía frente a la silla que nadie había ocupado en dos años. Aun así, lo ponía cada cumpleaños. Como la esperanza, se había vuelto un ritual del que no podía despedirme.
Javier estaba junto al fregadero, secándose las manos con un trapo tan gastado que parecía haber sobrevivido a mil cenas.
Vio el plato de más y preguntó en voz baja: «¿Es para Lucía?»
Asentí sin palabras, clavando la mirada en la mesa. Todo parecía demasiado perfecto.
En el centro, el pastel de carne humeaba, con ese olor que me recordaba a cuando ella aún vivía aquí. El puré de patatas, esponjoso, con pequeños lagos de mantequilla derretida como estrellas doradas. Y el pastel, pequeño y redondo, con velas que formaban un 4 y un 7, brillando tímidamente.
Ya ni siquiera me gustaba el pastel.
Javier se acercó y encendió las velas. Las llamas bailaban, como queriendo animarme.
«Adelante», susurró, con una sonrisa frágil.
Pero en sus ojos vi la preocupación, como si esperara que me desmoronara en cualquier momento.
Negué con la cabeza y miré la silla vacía. Seguía allí, muda y fría.
Lucía no se había sentado allí en dos largos años. Ni una llamada. Ni un mensaje. Ni un «feliz cumpleaños».
Era como si hubiera desaparecido y yo no tuviera permiso para extrañarla en voz alta.
Respiré hondo, uno de esos suspiros que nacen en el estómago y duelen al llegar al pecho. Luego agarré el móvil.
Su contacto aún decía «Mi Niña». Nunca lo cambié.
Pulsé «Llamar».
El tono sonó como pasos en un pasillo oscuro.
Y luego, nada.
«Todavía no está preparada», susurré al aire.
Javier me abrazó y entonces me desmoroné. Las lágrimas cayeron como si llevaran todo el día esperando.
Apagué las velas de un soplido y pedí mi único deseo: volver a abrazarla. Solo una vez más.
Esa noche, cuando Javier se fue a dormir y la casa quedó en silencio, me senté al borde de la cama. Los muelles crujieron bajo mi peso.
La lámpara proyectaba una luz tenue en la pared, como recuerdos danzando en las sombras.
Sacó el álbum de fotos de debajo de la cama, el de las esquinas gastadas y una pegatina de flores descolorida en la portada.
Al abrirlo, el olor a papel antiguo me envolvió. Polvo, tiempo, nostalgia.
La primera foto me detuvo. Lucía. Nueve meses, con puré de manzana en las mejillas y su manita agarrando mi pulgar, como si yo fuera su único ancla.
«Era mía», susurré. «Y lo sigue siendo».
Pero en los últimos dos años, me había convertido en un fantasma en su vida. Lo intenté todo: llamadas, cartas, correos.
Silencio.
Quizás me lo merecía.
Tal vez te preguntes qué clase de madre pierde la confianza de su hija. La verdad es que nunca le expliqué por qué dejé a su padre, Enrique.
Nos desgastamos mucho antes de mi partida. Y cuando me fui, no dije nada.
Creí que era protegerla.
Me equivoqué.
Lucía adoraba a su padre. Para ella, era un héroe: el entrenador de fútbol, el que le hacía tortitas, el que le cantaba para dormir.
¿Y yo? Me esfumé sin una palabra. Dejé que el silencio creciera como un muro entre nosotras.
Un muro que ahora parecía imposible de escalar.
«Necesito intentarlo otra vez», le dije a Javier al día siguiente, atando mis botas con manos temblorosas.
Él se quedó en el marco de la puerta, observándome con esa paciencia que siempre me ofrecía cuando sabía que iba a hacer algo difícil.
«¿Quieres que vaya contigo?», preguntó, ya cogiendo las llaves.
«¿Seguro?», susurré, apretando su mano.
Asintió. «Iré a tu lado».
El viaje hasta casa de Enrique estuvo lleno de un silencio pesado, como un tercer pasajero. Los neumáticos cantaban sobre el asfalto frío.
Mi corazón latía fuerte, como advirtiéndome.
Al llegar, me quedé inmóvil. El porche seguía igual: pintura descascarillada, escalón roto.
Javier me apretó la mano, luego salió y tocó el timbre antes de que me echara atrás.
Enrique abrió la puerta. Parecía distinto: más viejo, cansado. La camisa arrugada, la barba descuidada. Parpadeó, como si no creyera que era yo.
«Hola», dijo.
«Hola», respondí, casi sin voz.
Nos dejó pasar. La casa olía a cedro y café rancio.
Nos sentamos en el salón, con el aire cargado del pasado.
«Vine a preguntar por Lucía», dije, conteniendo la emoción. «No contesta mis llamadas. Lo he intentado todo».
Enrique se rascó la nuca. «Se fue a Barcelona… hace más de un año. Con su novio».
Parpadeé. «¿Qué? ¿No me lo dijiste?»
«No preguntaste», murmuró, mirando al suelo.
«¡Llamé! ¡Le escribí! ¡Nunca respondió!»
«Cambió de número», añadió. «No recibió tus cartas».
Todo mi cuerpo se enfrió. «No lo sabía».
Entonces se levantó, como recordando algo. «Espera… dejó algo para ti».
Fue a un cajón, revolvió entre papeles y bolígrafos.
Y me entregó una tarjeta.
Doblada con cuidado, los bordes amarillentos por el tiempo.
«Quería que te la diera», dijo.
Mis manos temblaban al cogerla.
La portada brillaba: «¡Feliz Cumpleaños, Mamá!».
Dentro, en la letra de Lucía, decía:
*Feliz 46 cumpleaños, mamá…*
Me quedé confundida. «Tengo 47», balbuceé. «¿Te dio esto el año pasado?»
Enrique evitó mi mirada. «Iba a dártela… pero se me olvidó. El tiempo se me fue».
«¿Se te olvidó?», me levanté, furiosa. «¿La tuviste un año entero mientras yo lloraba pensando que mi hija me odiaba?»
«No quise hacerte daño», murmuró.
«Te odio por esto», le espeté. «La alejaste de mí».
Javier me tocó el hombro. «Vámonos».
Me dejé guiar, la tarjeta apretada contra el pecho, como si fuera un tesoro.
En el coche, la leí en voz alta.
*Mamá, sé que he estado distante… Al principio, me enfadé porque dejaste a papá. Lo vi sufrir y te culpé. Pero seguiste llamando. Seguiste escribiendo. Y empecé a entender… quizás nunca supe toda la historia.Finalmente, en aquel abrazo silencioso, comprendí que el amor nunca se pierde, solo a veces se esconde hasta que el corazón está listo para encontrarlo de nuevo.