La suerte está de nuestro lado.

¡Menuda suerte!

—Lucía, ¡déjame explicarte! —En el umbral de la puerta apareció un agitado Javier, sin aliento.
—¿Qué quiere usted de mí? ¡Vaya a arreglarlo con su jefe!
—No lo entiendes… Perdón… No lo entiende. Por favor, cierre todas las puertas y llame a la policía. ¡Confíe en mí!

Lucía lo miró con incredulidad mientras Javier salía corriendo. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Por qué un simple técnico actuaba de manera tan extraña?

De repente, escuchó ruido un piso más abajo. Voces altas, cristales rompiéndose y el grito de Javier.

—¡Lucía, vete!

La chica cerró la puerta de golpe. No entendía nada, pero hizo lo que Javier le pidió. Giró los dos cerrojos y dejó la llave puesta por dentro. Con manos temblorosas, marcó el 112.

Llamaron a la puerta y Lucía se estremeció. Apretando el teléfono contra el pecho, rezó por que todo terminara pronto.

—¿Estás ahí, preciosa? Te oímos. Ábrenos y no te haremos nada, lo prometemos —dijo una voz desagradable al otro lado.

Lucía contuvo la respiración y permaneció en silencio. Las voces cesaron, pero aparecieron sonidos raros. Alguien intentaba abrir desde fuera.

—La tonta ha dejado la llave puesta. Oye, no te compliques. ¡Ábrenos!
—¡Largo! ¡He llamado a la policía! —gritó Lucía, tapándose la boca al instante.
—Mala idea, cariño —respondió la misma voz—. Vámonos, chicos. Volveremos, ¿entiendes?

Los desconocidos bajaron las escaleras. Los ruidos se fueron apagando hasta quedar en silencio. Los oídos le zumbaban y Lucía se deslizó por la pared, aún aferrada al teléfono.

Otro golpe en la puerta la hizo gritar bajito, pero el alivio llegó enseguida.

—¡Abra, policía!

Lucía, sentada a la mesa de la cocina, relataba su versión mientras un agente tomaba nota. Aún le temblaban las manos.

—¿Quién es Javier y cómo lo conoció? —preguntó el oficial al mando, por el tono y las órdenes dadas al compañero.
—Hace seis meses compré una lavadora nueva. El mes pasado empezó a perder agua. El taller me asignó a Javier.
—¿Lo había visto antes?
—No, claro. Fue la primera vez que vino a casa.
—¿Dejó entrar a un desconocido?
—¿En serio? Era del servicio técnico oficial. No iba a dejar pasar a cualquiera.

Y razón no le faltaba. Javier llegó puntual, vestido con el uniforme de la empresa y una caja de herramientas enorme. Revisó la lavadora, anotó cosas en su cuaderno y rellenó un informe formal. Lucía firmó el documento sin sospechar nada.

—Listo, funcionará como nueva —dijo Javier, entregándole un papelito.
—¿Qué es esto?
—Mi número. Por si vuelve a fallar.
—¿No incumple las normas de su empresa?
—No es lo que piensa. A veces, al arreglar una cosa, aparece otro problema. Por el servicio oficial tarda, pero si me llama directo, vendré enseguida.

Lucía respiró aliviada. Era cierto: el taller había tardado una semana en mandar a alguien.

Pero días después, la lavadora volvió a gotear y no tuvo más remedio que llamar a Javier.

—Iré a revisarla. Sin coste, claro —dijo él.
—No entiendo por qué sigue fallando.
—No se preocupe, ya veré. Esta marca da muchos problemas, créame.

Al terminar, Javier se limpió las manos y sonrió.

—Listo. Ojalá no me necesite más —dijo sin doble sentido.
—Eso espero. ¡Muchas gracias!

Lucía, harta de los escapes, por fin pudo relajarse. No volvió a contactar con Javier, y él tampoco dio señales raras. Pero cuando ya había olvidado los charcos en el baño, la lavadora volvió a fallar. Esta vez, el número de Javier no respondía.

Recogió el agua del suelo y, entre lágrimas, golpeó la puerta de la lavadora. «¡Maldito trasto!».

No le quedó otra que llamar al servicio técnico. La operadora se sorprendió.

—Javier reportó que la reparación fue exitosa. ¿Dice que volvió a ir sin avisar? No hay registro de eso…
—Es que dijo que era más rápido contactarlo directo.

Algo olía mal. La empresa mandaría a otro técnico, pero no hasta el día siguiente. Mientras tanto, Javier no respondía.

Ese mismo día, llamaron a su puerta. Y allí estaba Javier, rogándole que cerrase todo y pidiese ayuda.

—Y eso es todo —suspiró Lucía—. No sé nada más.
—Durante la reparación, ¿habló con él?
—No. ¿De qué iba a hablar? Solo le preguntaba si necesitaba algo.
—¿Dijo que llevaba sus propias herramientas? —El agente sonrió con ironía.
—No van con trapos, ¿eh? —se defendió Lucía—. ¿Nunca se les ha roto una lavadora? Cuando quitas una válvula, el agua sale a chorros…

Los agentes se miraron. Lucía captó la mirada y estalló:

—¿Qué pasa? ¡Explíquenme! Esos tipos prometieron volver… ¿Quiénes son?
—No tenemos datos aún. Sospechamos que Javier está vinculado a una banda de robos.
—¡Pero a mí no me faltó nada!
—Todavía no. Creemos que los cómplices se infiltran en servicios técnicos para estudiar las casas. Observan todo: cuántos viven ahí, edades, hábitos. Hasta el cuarto de baño da pistas —aclaró el oficial al ver su cara de desconcierto—. Por ejemplo, el número de cepillos de dientes habla por sí solo.

Lucía estaba en shock. Los que intentaron entrar eran ladrones. El agente le pasó unos papeles.

—Firme aquí, aquí y aquí. La citaremos si hay novedades. Esté localizable.
—Espere —Lucía, medio histérica, agarró al agente—. ¿Me dejan sola? ¡Van a volver! ¿Qué hago?
—Tranquila, lo tenemos controlado —sonrió el mayor, cansado. Lucía lo soltó y se desplomó en la silla.
—Cierre bien la puerta —murmuró el agente.

El portazo de los policías al irse la sobresaltó. Rápidamente, echó los cerrojos. Agradeció mentalmente haberse gastado el dinero en una buena puerta blindada. Pero, pese a la seguridad, el miedo no la abandonaba.

Por la noche, llegarían unos amigos para acompañarla. Mientras, cada ruido la hacía saltar, imaginando lo peor.

Sus amigos aparecieron puntuales: su mejor amigo y una pareja. Nadie se rio de la situación, pero necesitaban distraerse.

—¿Jugamos a algo? —propuso la amiga.
—Buena idea —fingió entusiasmo el otro, como si todo fuese normal.

Lucía aceptó a regañadientes. Entre juego y juego, logró relajarse un poco. Hasta que sonó el teléfono. Saltó del susto. Todos la miraron. Era un número desconocido.

—Ponlo en altavoz —dijo la amiga. Lucía obedeció.
—¿Lucía Mendoza?
—Sí… soy yo —balbuceó.
—Soy el inspector Morales. Hoy estuvimos en su casa.
—Ah, sí… dígame.
—Hemos detenido a su “amigo”.
—¿Qué?
—Javier apareció en las cámaras. Como sospecháb—Era el cerebro de la banda, marcaba las casas y después sus cómplices actuaban, pero gracias a su aviso, logramos detenerlos a todos.

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MagistrUm
La suerte está de nuestro lado.