Teresa no podía soportar a su yerno. Un hombre de pueblo que apenas conocía modales decentes, trabajaba como repartidor y por las noches se enfrascaba en sus videojuegos. Hizo todo lo posible por proteger a su hija Mariana de un marido así, pero éste usó el método más común pero efectivo: le hizo un hijo.
Ya no había remedio. Teresa había visto suficientes telenovelas y sabía perfectamente que si se oponía a su aborto, perdería a su nieto. Junto a su hija se casaron apresurados. Ese listo aún quería llevar a Mariana a un piso alquilado, ¿qué idea tan ridícula! Decidió acogerlos en su casa, incluso les dio el cuarto más amplio.
—Hija, ¿otra vez metido en sus consolas? —refunfuñó Teresa. —Tú estás todo el día con el bebé, ¿acaso no podrías tomarte un respiro?
—Mama, a él eso le relaja. Juega un rato y después ayuda a acostar a Lucía —explicó su hija—. Deja de fastidiarle.
Pero el Salvador no era tan malo. Teresa llevaba diez años viuda y apenas supo cambiar las bombillas. Él había arreglado hasta las gavetas de la cocina y el grifo del fregadero, sin mencionar otros quehaceres domésticos. Sin embargo, prefería convivir con armarios que no cerraban que aceptar que su nuera viviera con un forastero que miraba su piso de tres habitaciones y, además, había arruinado la carrera de baile de Mariana. A Teresa siempre le apasionó ser bailarina, pero no tuvo oportunidad. Mariana tenía talento innegable, pero ahora, tras el periodo de maternidad, apenas enseñaba clases en la escuela municipal. No, Salvador no era más que un mal bicho.
Y el yerno parecía no darse cuenta de su descontento. La llamaba mamá, ¿qué maleducado!
—Mamá, ¡usted cocina como un chef! —elogiaba cada plato. Teresa solo deseaba decirle que a su hija le daba carne de ternera y a él, pollo molida y pan rallado.
—Oye, unos no se sientan delante del ordenador por diversión, sino por ganar dinero —le espetó un día—. Fíjate en el hijo de la vecina, es programador.
—Yo también me inscribí en un curso de programación —contestó Salvador, mordiendo un pedazo de pan duro, que Teresa amablemente le ofreció. Su masticación no era precisamente elegante.
—¿Y no lo completaste? —preguntó Teresa con ironía.
—¡Claro que sí! Pero no terminé de estudiar—respondió—. La vida se lo impidió.
—Claro, jugando a sus sátanas —dijo Teresa.
—¡Mamá! —intervino Mariana—. Salvador trabajaba por las noches para poder comer. Le sugerí que hiciera estudios a distancia, pero se niega.
—Ya veo, porque pensar exige esfuerzo, no como mover palancas.
La hija la reprendió con la mirada y Teresa se encerró en su habitación con orgullo.
Más que a Salvador, Teresa odiaba a su familia, a quienes había conocido una vez en la boda. Eso fue suficiente. Así que cuando Salvador, bajando la mirada, anunció que sus padres visitarían Madrid, Teresa sintió ganas de desmayarse: precisamente eso le faltaba.
—Que se queden en un hotel, no tenemos espacio —dijo tajante.
—A ellos también se lo dije —comentó Salvador—, pero quieren cenar con nosotros, para conocerse mejor.
Cuando Teresa iba a negarse rotundamente, Mariana intervino con su famosa sonrisa:
—¡Qué bien! Haré pasteles de miel y un arroz con patatas.
Teresa suspiró. ¿Cómo negarle algo a su hija? Además, el leche seguía siendo fresca.
—Bueno —gruñó—, que vengan.
Como temía, sus suegros llegaron ruidosos y bruscos, no trajeron ni un regalo para el bebé y todo el tiempo insinuaban que el hotel era muy caro, comparando el tamaño del piso con el suyo.
Durante la cena, la suegra de Salvador, observando cómo Teresa le servía arroz, comentó de repente:
—Suegra, no le dé mucho, ese come como si no hubiera comido en años. Nos lo sacamos del orfanato y desde entonces no ha parado de engordar.
Teresa se quedó atónita, miró a Salvador y luego a Mariana. Por la expresión de ésta, también ignoraba la historia.
—¿Tú no me lo habías mencionado? —preguntó Mariana.
—¡Ahí está! —exclamó la suegra—. Ingrato. Nosotros lo c criamos, lo sacamos del hambre, y él huyó para estudiar. Supongo que le recordamos que tenemos que criar también a nuestras hijas.
No dejó dormir a los invitados. Esperó a que Mariana acostara a Lucía y llamó a Salvador.
—¿Y tú, abandonaste los estudios por ese motivo? —le preguntó, señalando la puerta.
—Mamá, no piense mal de ellos —rogó Salvador—. Me adoptaron, me dieron un techo y comida. Nunca había comido tan bien… o casi tan bien como aquí.
—¿Y estudiar, ¿ese reto no era gracioso para ti? —le preguntó con desconfianza.
—Sí, ganas, pero primero había que criar a mi hermana y ahora también tengo a Mariana y Lucía.
—Entendido —dijo Teresa y se fue a su habitación.
Desde entonces, las albóndigas de Salvador fueron tan buenos como los de Mariana. Una semana después, Teresa lo llamó como si fuera casual:
—Salvador, conseguí que te contraten gestionando sistemas en una empresa. ¿Sabes manejar equipos?
—Sí, claro —contestó aturdido.
—Entonces genial. El salario será el mismo, pero con más tiempo libre.Solo debo pedirte una cosa…
—Haré cualquier cosa —dijo Salvador apresurado.
—Volverás a estudiar —dijo Teresa.
Mariana se lanzó a sus brazos.
—Mamá, ¡usted es lo mejor!
—¿Y la comida? ¡Está aún más rica! —admitió Salvador.
Teresa encogió los hombros. Era tan natural como respirar. No, tal vez no fuera tan malo, aquel Salvador…
“Hasta pronto, tristeza”.
La suegra ya no puede soportar a su yerno.
