**Mi suegra considera a mis hijos «nietos de segunda» porque no soy su hija**
Siempre pensé que había tenido suerte con mi marido. Y con su familia, también. Alejandro es amable, tranquilo, equilibrado. Su madre, Carmen, una mujer culta y respetuosa, que sabe mantener las distancias sin entrometerse. Nunca me lanzó críticas directas; todo lo decía con delicadeza. Llegamos a ser cercanas, incluso. Sin conflictos por nimiedades. Yo, ingenua, creía que era ese arquetipo de «suegra perfecta» del que hablan las novelas.
La hermana de Alejandro, Marta, vivía en Barcelona. Se casó mucho antes que nosotros, pero no tenía prisa por tener hijos. Quería vivir su vida, avanzar en su carrera, viajar. Así que los primeros nietos de Carmen fueron los nuestros: Lucas y la pequeña Sofía.
Mis suegros los adoraban. Regalos, celebraciones, cariño, fotografías por todas partes… Todo pintaba la imagen de una familia unida. Hasta Sofía llamaba a su abuela «mi segunda mamá». Me sentía feliz de que mis hijos recibieran tanto amor. Carmen solía decir:
—Nos habéis hecho los más felices. Qué niños tan maravillosos. Ojalá Marta nos dé alguna vez la misma alegría.
Y llegó ese día. A finales del año pasado, Marta anunció que estaba embarazada. La alegría en la familia fue desbordante: lágrimas, llamadas a los parientes, discusiones sobre nombres. Hasta Sofía corría por la casa gritando: «¡Tendré un primito o primita pronto!».
Pero, como suele pasar, las grietas ocultas salen a flote en medio de la euforia.
Todo empezó con un paseo por el parque. Iba con Lucas, dábamos de comer a los patos en el estanque, cuando nos encontramos a una vecina, Ana, con quien solía charlar cuando vivíamos en el barrio antiguo. Tras saludarnos, me soltó de pronto:
—¿Y qué, ya nació el bebé de Marta?
—No, aún falta poco —respondí, sonriente.
Entonces vino la frase que me heló la sangre:
—Bueno, al menos tu suegra tendrá por fin nietos de verdad. Las cosas cambiarán, ya lo verás.
—¿De verdad? —repetí, incrédula.
—Claro, tú no eres su hija. Es distinto. Cuando es tu hija la que te da un nieto… es más cercano, más tuyo. Ya lo notarás.
Me alejé como aturdida. Esa frase, aparentemente simple, me dejó un vacío en el pecho. ¿Mis hijos no eran «de verdad»? ¿Porque vinieron de su hijo y no de su hija? Si hasta la vecina lo pensaba… ¿sería posible que Carmen, tan sabia y cariñosa, también?
No podía dejar de darle vueltas. Recordaba cada gesto: cómo Carmen abrazaba a Sofía, cómo jugaba al dominó con Lucas, cómo los llamaba su «mayor alegría». ¿Todo eso había sido… fingido? ¿O ya no sería igual?
Marta tuvo un niño, al que llamaron Daniel. Y, efectivamente, todo cambió. O, al menos, empecé a ver lo que antes ignoraba.
Las fotos de Lucas y Sofía desaparecieron de los estantes, reemplazadas por las de Dani. Las visitas se espaciaron. Y en las conversaciones solo resonaba: «Marta lo hace así…», «Dani es tan listo…», «Ojalá Sofía y Lucas aprendieran de su primito».
No es envidia. No es celos. Es dolor.
Porque me esforcé. Porque creí en ese cariño sincero. Porque mis hijos son igual de nietos, igual de sangre, aunque vinieran por su hijo. Y ahora me pregunto: ¿era cierto lo que dijo Ana? ¿Las abuelas categorizan a los nietos entre «legítimos» y «de segunda»?
No busco peleas. No quiero confrontaciones. Pero la amargura persiste. Esa sensación de que, tal vez, el amor tiene letra pequeña. Hacia los hijos. Hacia los nietos.
Dime, ¿os ha pasado? ¿Han menospreciado a vuestros hijos en la familia? ¿O será solo mi mente jugándome una mala pasada?