**Diario Personal**
Sábado. Siete de la mañana. El único día en dos semanas en que podía dormir hasta tarde, arropada en la manta, sin oír el despertador. Pero mis planes se rompieron con el portazo. Mi suegra entró en el piso con aire triunfal. No sola. Con sus sobrinos, los hijos de su hija menor, Lucía.
Yo aún medio dormida en la habitación, los oí corretear por el pasillo gritando. Me invadió la ansiedad. ¿Qué pasaba? ¿Por qué estaban aquí? Mi suegra, como si nada, asomó la cabeza y con una sonrisa empalagosa dijo:
—Buenos días, cariño. Ahora mismo te hago un cafecito.
Si no la conociera, habría pensado que le había dado un arranque de cariño hacia mí. Pero, después de diez años con Carmen López, supe al instante: quería algo. Y ese “algo” siempre acaba siendo un problema para mí.
Bajamos a la cocina. Casi arrastrando los pies. Mientras hervía la cafetera, los niños empezaron su danza destructiva. En minutos, rompieron mi jarrón favorito de porcelana, el que me regaló mi abuela fallecida. Intentaron esconder los trozos detrás del armario, como si no me diera cuenta. Cuando me arrodillé a limpiar, un hombre entró sin avisar con una litera.
—Disculpe, ¿dónde va a poner eso? —pregunté, paralizada con el recogedor en la mano.
—¿Dónde va a ser? —se sorprendió mi suegra—. En el cuarto de los niños. Los dejamos aquí contigo.
—¿Cómo que los dejan?
—A Lucía la han ingresado en el hospital. Yo sola no puedo con ellos —contestó con falsa tristeza.
—¿En el hospital? ¿En qué ciudad? ¿En Cancún? —repliqué—. ¿A lo mejor a mí también me ingresan de urgencia?
El rostro de Carmen se oscureció.
—¿Quién te ha dicho…?
Saqué el móvil y le enseñé el perfil de Instagram de su niña consentida.
—Mira. Foto en bikini, cóctel en mano, vista al mar… ¿hospital? De playa, claro. Nuevos métodos de curación, supongo.
Mi suegra bufó, pero se contuvo.
—Bueno, sí, ha pasado así. Pero somos familia. ¡Tienes que ayudar!
—¿Tengo? ¿Desde cuándo? Toda la vida he sido “la forastera”, “no mereces a mi Álvarito”, “no es de los nuestros”. ¿Y ahora familia? Lucía jamás me ha tratado con respeto, como si fuera su criada. Ni gratitud ni educación. Sus hijos aprenden de ella. ¿Y ahora debo dejarlo todo para cuidarlos dos semanas?
—Cariño… entiéndelo… —murmuró mi marido, escondido en un rincón como un niño regañado.
—No, Álvaro. Ni cariño, ni niñera, ni tonta. Te lo pedí: si necesitáis ayuda, preguntad. No me deis un ultimátum. Esto es manipulación. Y no juego. Llevaos a los niños y la cama. Ahora mismo.
Los niños lloraban, mi suegra montó un drama, pero ya no me afectó. No era la primera vez que intentaban cargarme su responsabilidad. Pero esta vez dije “no”.
Se fueron. Entre portazos y gritos. Mi marido se fue con ellos.
Horas después, recibí un mensaje.
“Me has defraudado. No hay manera de vivir contigo. Nos divorciamos.”
Así. Un día. Un límite que por fin me atreví a poner… y mi matrimonio terminó.
¿Y sabes qué? No me arrepiento.
Porque si para mi marido su madre y sus mentiras valen más que yo, si no es capaz de defenderme ni de cuestionar el “altar” de su hermana, entonces nunca fue un hombre. Solo un apéndice de una familia donde yo sobraba.
Ahora soy libre. Al principio costará. Pero al menos nadie me despertará a las siete de la mañana con niños ajenos y muebles.