La suegra trajo a casa niños ajenos y se molestó porque me negué a ser la niñera.

La suegra llegó con unos niños ajenos —y se ofendió porque me negué a ser su niñera—

Sábado. Siete de la mañana. El único día en dos semanas que podía dormir un poco más, arropada en la manta, sin el martilleo del despertador. Pero mis planes se vinieron abajo con el portazo: mi suegra entró en el piso con aire triunfal. No sola. Con sus sobrinos, los hijos de su hija menor, Lucía.

Aún medio dormida en el dormitorio, escuché sus chillidos corriendo por el pasillo. Me invadió la alerta al instante. ¿Qué pasaba? ¿Por qué estaban aquí? La suegra, como si nada, asomó la cabeza y con una sonrisa empalagosa soltó:
—¡Buenos días, cariño! Ahora mismo te preparo un cafelito.

Si no la conociera, habría pensado que le había dado un arrebato de cariño hacia mí. Pero, después de diez años de tratar a Marisa del Pozo, supe al momento: algo quería. Y ese «algo» siempre acaba siendo un problema para mí.

Bajamos juntas a la cocina. Apenas podía caminar, y mientras la cafetera hervía, los sobrinos empezaron su danza destructiva. En cuestión de minutos, rompieron mi jarrón de porcelana favorito, el que me regaló mi abuela fallecida. Intentaron esconder los pedazos tras el armario, como si no los fuera a encontrar. Cuando me arrodillé para recoger el desastre, un hombre entró sin avisar cargando una litera.

—Perdone… ¿pero dónde va a poner eso? —pregunté, paralizada con la pala en la mano.

—¿Dónde va a ser? —arqueó las cejas mi suegra—. En la habitación de los niños. Claro que los dejamos aquí.

—¿Cómo que los dejamos?

—A Lucía la han internado. Y yo sola no puedo con ellos —contestó con fingida tristeza.

—¿Internada? ¿En qué ciudad? ¿En Punta Cana? —repliqué—. A lo mejor a mí también me ingresan de urgencia.

La cara de Marisa se ensombreció.

—¿Quién te ha dicho…?

Saqué el móvil y le enseñé el perfil de Instagram de su niña mimada.
—Mira. Foto en bikini, cóctel en mano, vista al mar… ¿hospital playero? Nuevo método de curación, supongo.

Mi suegra bufó, pero se contuvo.
—Bueno, ha surgido así. ¡Pero somos familia! ¡Tienes que ayudarnos!

—¿Tengo? ¿Desde cuándo? Toda la vida fui la ajena, “no mereces a mi Joselito”, “no es de nuestra clase”. ¿Y ahora somos familia? Además, tu Lucía siempre me trató como a la criada. Ni gratitud ni respeto. Los niños aprendieron de ella a ser maleducados. ¿Y ahora tengo que cuidarlos dos semanas, dejar el trabajo y acabar enferma?

—Cariño… comprende… ponte en mi lugar —murmuró mi marido, arrinconado como un colegial avergonzado.

—No, José. Ni cariño, ni niñera, ni tonta. Les pedí que si necesitaban ayuda, la pidieran. No que me plantaran esto de golpe. Es manipulación. Y no voy a participar. Llévate a los niños y la litera, y fuera de mi casa. Ahora mismo.

Los sobrinos berreaban, mi suegra montó su numerito, pero ya no reaccioné. No era la primera vez que intentaban cargarme con responsabilidades ajenas. Pero sí la primera que dije «no».

Se fueron. Con estrépito, con llantos. Mi marido se fue con ellos.

Y a las horas, recibí un mensaje.

«Me has decepcionado. No se puede vivir contigo. Nos divorciamos».

Así fue. Un día. Un límite que por fin me atreví a marcar —y mi matrimonio se acabó.

¿Y saben qué? No me arrepiento.

Porque si para mi marido su madre y sus mentiras valen más que yo, si es incapaz de defender a su mujer o cuestionar aunque fuera una vez a la «santita» de su hermana… entonces nunca fue un marido. Solo un apéndice de un sistema familiar donde yo siempre sobraba.

Ahora soy libre. Al principio costará. Pero al menos nadie más tocará a mi puerta a las siete de la mañana con niños ajenos y muebles de por medio.

Rate article
MagistrUm
La suegra trajo a casa niños ajenos y se molestó porque me negué a ser la niñera.