La suegra se mudó a casa y convenció a su hijo de que necesitaba ayuda.

Hace medio año que mi suegra se mudó con nosotros. Tiene su propia casa y bien podría valerse por sí misma, pero logró convencer a mi marido de que necesitaba ayuda. Decía que le daba miedo estar sola, que se sentía abandonada, y así, con prisas, la trajeron a nuestro piso de dos habitaciones.

Doña Carmen de la Vega es una mujer de carácter difícil. Le encanta ser el centro de atención, cueste lo que cueste. Mientras su marido vivió, no se metía demasiado conmigo. Yo lo agradecía, porque después de años de matrimonio, jamás logré llevarme bien con ella.

—Ay, hija mía, una siempre debe arreglarse antes de que llegue el marido. Hasta a mi edad, yo nunca me descuido. Y esa carne… deberías aprender a cocinarla mejor. Quizás apuntarte a algún curso, ya que tu madre no te enseñó.

Comentarios así eran el pan nuestro de cada día. Según ella, todo lo hacía a la perfección, mientras que yo no daba pie con bola. Antes, cuando solo nos veíamos en Navidades, aguantaba en silencio. Pero soportar sus desplantes a diario se volvió insoportable.

Mi suegro falleció el año pasado. Lo esperábamos, pues llevaba años luchando contra el cáncer. Tras su muerte, doña Carmen era apenas una sombra. No comía, no hablaba… era como si la vida se le hubiera escapado. El primer mes ni siquiera la dejábamos sola.

Con el tiempo, recobró el ánimo y volvió a ser ella misma. O sea, a regañarme por todo. Para mí fue señal de que ya estaba recuperada. Pero me alegré demasiado pronto, porque empezó a meterle presión a mi marido con que no podía vivir sola.

—Me siento tan sola, tan abandonada… me da miedo estar en casa, y además me ha vuelto la taquicardia. ¿No podríamos vivir todos juntos? —lloriqueaba.

A mi marido, Javier, no le hizo gracia la idea, pero al final cedió. Las llamadas constantes y los dramas le ganaron la batalla. Yo me resistí hasta el final. Vivir con mi suegra era lo último que quería. Incluso propuso que nos mudáramos a su casa, porque era más grande. Quizás, pero allí nunca sería la dueña. Además, nuestro piso está en pleno centro, cerca del trabajo y del colegio de los niños.

Sabía que no debía caer en sus trampas, porque en su terreno me devoraría viva. Javier intentó entenderme, pero al fin y al cabo, la madre es la madre. Me prometió que haría lo posible para que su estancia fuese temporal, que la tendría a raya y no permitiría que me faltase al respeto.

Llevamos seis meses compartiendo techo, y nuestra relación está tan deteriorada que el divorcio parece inevitable. Me he vuelto irritable, nerviosa… corro como una criada detrás de doña Carmen.

Que si le sirva el té, que si la lleve a pasear, que si le ponga su telenovela… y luego, por supuesto, escuchar el sermón de que nadie le hace caso. Y si algo no es como ella quiere, en un instante finge un ataque al corazón y exige que llamemos a urgencias.

Quisimos irnos a la playa, pero montó un escándalo de llantos. Decía que la abandonábamos otra vez, que había que llevarla. Pero yo no quiero unas vacaciones así. Javier se encoge de hombros, y yo siento que mi paciencia ha llegado al límite. Si su madre es más importante, pues que se quede con ella. Yo no pienso seguir así.

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La suegra se mudó a casa y convenció a su hijo de que necesitaba ayuda.