**La suegra logró nuestro divorcio, pero yo encontré la felicidad**
En un pequeño pueblo costero, donde el olor a sal se mezcla con el graznido de las gaviotas, yo, Lucía, conocí a mi primer amor en la época del instituto. Se llamaba Javier, y por entonces salía con mi mejor amiga. Ni siquiera me atrevía a soñar con él, y él tampoco me miraba. Nuestros caminos se separaron, y lo olvidé… hasta que el destino nos volvió a juntar en Madrid, donde ambos estudiábamos en la universidad.
—Lucía, sigues igual de guapa —me sonrió Javier al tropezarnos en una cafetería. Sus palabras hicieron que el corazón se me acelerara.
—Y tú igual de bocazas —me reí, sintiendo cómo saltaba una chispa entre nosotros.
—¿Recuerdas que me gustabas? —guiñó un ojo.
—Quizá tú tampoco me dejabas indiferente —admití, pero rápidamente cambié de tema.
Pasamos la tarde entera hablando, riendo, recordando los viejos tiempos. Javier me acompañó a la residencia, y en los días siguientes quedamos un par de veces más. Luego desapareció, como si se lo hubiera tragado la tierra. Terminé la carrera, volví a mi pueblo y conseguí un buen trabajo en una empresa local. La vida transcurría tranquila hasta que lo vi de nuevo.
Fue una mañana soleada en el paseo marítimo. Javier, con una camisa ligera y una guitarra al hombro, caminaba con unos amigos, celebrando algo. Sus ojos brillaron al reconocerme.
—¡Lucía, pero qué casualidad! —exclamó, abrazándome con tanta fuerza que casi me deja sin aire.
—¿Qué se celebra tan temprano? —pregunté, extrañada.
—Nada, solo disfrutando de la vida —respondió con despreocupación.
Me encogí de hombros y seguí mi camino, pero esa misma tarde Javier apareció en mi portal con un ramo de flores. No sabía mi número de piso, así que esperó hasta que bajé. Su visita me pilló por sorpresa.
—¡Qué susto me has dado! —me reí, aceptando las flores.
—¿Tan feo soy? —bromeó, frunciendo el ceño.
Fuimos al supermercado, preparamos una cena sencilla en casa con vino y velas. Javier me miraba como si fuera el centro de su universo.
—Siempre he pensado en ti —confesó, levantando su copa.
—Basta, no empieces —me burlé, aunque sus palabras me calentaban el alma.
—¿No será esto cosa del destino? —insistió él.
—Ay, déjate de tonterías —sonreí, pero en el fondo sabía que tenía razón.
Hablamos hasta altas horas, y le propuse que se quedara… no como amante, sino para que no tuviera que volver de madrugada. Por la mañana me fui al trabajo, dejándole una nota y las llaves. Iba por la calle cuando, de pronto, me crucé con su madre, Doña Carmen. No la veía desde el instituto, y justo ahora tenía que aparecer.
—Hola, Lucía —saludó con un gesto seco—. ¿No habrás visto a mi hijo el golfo?
—Sí, ayer estuvimos con él —respondí, incómoda.
—¿Llegó borracho? —frunció el ceño.
—No, todo tranquilo —murmuré, apresurándome a seguir mi camino.
Un año después, Javier y yo nos casamos. Antes de la boda, Doña Carmen era pura amabilidad: me agradecía por “ponerle freno a su hijo”, le ayudó a encontrar trabajo y le sacó de la vida de fiesta. Creí que seríamos una familia de verdad. Pero en cuanto anunciamos el matrimonio, se convirtió en mi peor enemiga. Su actitud cambió como si le hubiera robado a su hijo.
Y Javier tampoco era quien parecía. El primer año fue de cuento, pero luego se relajó. Empezó a beber, a ser grosero y, a veces, incluso a levantar la mano. Doña Carmen no hacía más que echar leña al fuego.
—Si te pega, es porque te quiere, ¿qué más quieres? —soltaba con desdén.
Yo aguantaba, tragando saliva. Hasta mi propia madre me decía que no abandonara el matrimonio, y yo callaba, avergonzada de contarle a mis amigas el marido que había elegido. La vida se volvió una pesadilla: temía volver a casa, pero no tenía adónde ir.
Hasta que un día, caminando por la calle, escuché una voz conocida:
—¡Lucía! —era Dani, un viejo conocido, antiguo vecino.
—Hola —respondí con una sonrisa trémula, sintiendo cómo las lágrimas asomaban.
—No pareces tú —notó, acercándose.
—Todo bien —mentí.
—Vamos, hablamos —propuso, señalando su coche.
Acepté. Cualquier cosa era mejor que volver a casa. Dani sacó una botella de vino, algo de fruta, y fuimos a la playa. Sentada en la arena, tras un trago, estallé. Le conté todo: Javier, su madre, mi dolor. Él escuchó en silencio y luego, con ternura, apartó un mechón de mi cara y me abrazó.
—Me siento tan tranquila contigo —suspiré.
—Quiero estar a tu lado, Lucía —dijo de pronto—. Siempre lo he querido, pero tú estabas con Javier, luego te casaste…
Me besó, y no lo detuve. En ese momento entendí que merecía más que una vida con miedo. Dani me llevó a casa y quedamos en vernos al día siguiente. Pero al bajar del coche, me quedó helada: en el banco de enfrente estaba Doña Carmen, con una sonrisa venenosa.
—¡Ajá, pillina! —señaló con el dedo—. ¡Siempre supe que no eras digna de mi hijo!
Para cuando llegué a casa, ya le había contado todo a Javier, mostrando las fotos que había sacado a escondidas. Él me miró con una mezcla de rabia y dolor.
—¿Es verdad? —preguntó.
—Sí —respondí, sin bajar la vista—. Largo. Tú y tu madre. Esta es mi casa.
Hice sus maletas y las dejé en la puerta. Se fueron sin decir nada. Al día siguiente, pedí el divorcio, sintiendo un peso menos. Ahora soy feliz como nunca. Dani está a mi lado, un hombre que me quiere y me valora. Y mi suegra, que tanto deseaba nuestro divorcio, sin querer me regaló la libertad y una nueva vida.