Madrid, 12 de noviembre de 2025
Hace seis años que Almudena y yo nos casamos. Cuando nació nuestro pequeño Lucas decidimos vender el estudio que habíamos comprado poco después de la boda y solicitar una hipoteca para adquirir una vivienda más amplia en Valencia. Pensábamos que pronto el niño necesitaría su propia habitación y que nos haría falta un espacio donde pudiéramos estar a solas.
El piso lo registramos a mi nombre, por lo que yo era el único propietario. Sin embargo, al haberlo adquirido durante el matrimonio, la legislación nos obliga a dividir la vivienda a la mitad en caso de divorcio, con la parte que cada uno haya aportado, incluida la venta del estudio de mi antes de casarme.
Jamás imaginamos que el divorcio podría ser una posibilidad. Pero algo se salió de control. Tal vez nos cansamos el uno del otro, o quizá la rutina nos devoró sin que nos diéramos cuenta.
Tengo la sospecha de que mi esposa había compartido sus inquietudes con su madre, Doña Carmen. Sé que lo hizo con buena intención, quizá buscaba un consejo de confianza, pero la respuesta resultó ser todo lo contrario.
Hace unos días recibí una llamada de Doña Carmen avisándome que vendría a cenar. Me inquietó su visita, pues normalmente somos nosotros los que la acogemos. El padre de Almudena rara vez se aparece, alegando que le resulta incómodo desplazarse hasta nuestra casa. Pensé que no sería por nostalgia hacia su nieto o su hijo, pero decidí preparar el almuerzo y el postre por si acaso.
Doña Carmen llegó mientras yo aún estaba en el trabajo. Almudena estaba en la cocina poniendo la mesa. La suegra no habló con el pequeño, se fue al grano de inmediato:
Almudena, tengo que decirte algo serio. Hace poco escuché que tú y yo tenemos problemas y, si llegara a haber divorcio, mi hijo quedaría sin nada.
Me quedé helado ante esas palabras. Le pregunté al instante:
¿De dónde sacas esa idea de divorciarnos? ¿Y por qué te interesa cómo repartiremos nuestros bienes? Hace años hablamos de qué haríamos en caso de separación.
No estoy satisfecha con la situación actual. Sé muy bien que hoy en día muchas mujeres se aprovechan de sus maridos para quedarse con la vivienda. Por eso insisto en que repartas la mitad del piso a mi hijo, para que no se quede sin techo si surge algún problema.
Me sentí abatido por la audacia de esa mujer.
¿Ignoras que la mitad del piso la compramos con el dinero de la venta de mi estudio prematrimonial? Además, fui yo quien siguió pagando la hipoteca después de mi baja por maternidad.
En un divorcio todo lo adquirido durante el matrimonio se divide a la posta, ¿no lo sabías? replicó ella sin pestañear.
¿Ya lo has comentado con mi hijo? le pregunté.
Ni lo pienso, los hombres no deben meterse en estas cosas. Yo decidiré lo que sea necesario.
¡Escúchame! No quiero seguir discutiendo. Almudena y yo podemos decidir sin tu intervención. Agradezco tu bueno consejo, pero rechazo seguir hablando de ello. Puedes esperar a que Lucas vuelva del trabajo; yo me iré a dar una vuelta y tú, mientras tanto, deberías salir.
Me dirigí a vestirme, pero tres minutos después se escuchó el chirrido de la puerta. Carlos, mi hermano, había llegado del trabajo media hora después de la salida de Doña Carmen, sorprendido de que ella no esperara por él. Traté de relatarle con la mayor calma posible toda la conversación con su madre. Cuando las emociones se calmaron, Carlos me confesó que no sabía nada de los planes de su madre y que nunca había hablado del tema con ella.
Carlos me aseguró que hablaría firmemente con su madre para que no volviera a tocar ese asunto. Tras la marcha de Doña Carmen, me costó mucho recuperar la serenidad; quizá dije algo de más por la ira, pero también creo que, cuando se trata de cuestiones familiares, es necesario poner límites, aunque el interlocutor sea un pariente cercano.
He aprendido que, aunque el amor y el respeto deban prevalecer, es imprescindible defender la propia esfera y la de la pareja ante intervenciones externas. Solo así se protege la unidad y se evita que la vida de uno sea dictada por terceros.







