La suegra que se convirtió en amiga

**La suegra que se convirtió en amiga**

—¡¿Pero qué te has creído?! —La voz de Valentina Martínez temblaba de indignación—. ¡Mi hijo vivía perfectamente antes de conocerte!

—¿Y ahora qué, vive mal? —Oksana estaba en medio de la cocina, con los ojos llenos de lágrimas, apretando un trapo de cocina entre las manos—. A ver, dígame cuál es el problema.

—¡El problema es que Ignacio ha perdido diez kilos! ¡Míralo, lo has convertido en un espantapájaros!

Ignacio, sentado a la mesa, clavaba la mirada en su plato de sopa a medio comer y probablemente deseaba que la tierra se lo tragara. Con treinta y dos años, se sentía como un adolescente regañado.

—Mamá, por favor… —murmuró, sin levantar la cabeza.

—¡No me digas por favor! —Valentina se giró hacia él—. ¡Mírate en el espejo! Las mejillas hundidas, ojeras… ¡Todo porque no le das de comer!

—¿Que no le doy de comer? —Oksana estalló—. ¡Cocino todos los días! ¡Hoy mismo le he hecho sopa!

—¡Sopa! —bufó la suegra con desdén—. Agua con zanahorias. ¿Dónde está la carne? ¿La crema? ¡La comida de verdad para un hombre!

A Oksana se le encogió el corazón. Llevaban seis meses casados, y cada visita de Valentina terminaba en pelea. La sopa no estaba bien, las camisas mal planchadas, el piso sin limpiar…

—Valentina, hago lo que puedo —dijo en voz baja—. Pero tengo trabajo, estudio a distancia…

—¡Trabajo! —La suegra alzó las manos al cielo—. ¿Qué trabajo ni qué nada? ¡El lugar de una mujer está en casa, al lado de su marido! ¡Y tú, en vez de eso, corriendo por ahí mientras mi hijo se muere de hambre!

Ignacio levantó la cabeza al fin.

—Mamá, no me muero de hambre. Y he perdido peso porque me he apuntado al gimnasio.

—¿Al gimnasio? —Valentina lo miró como si hubiera dicho una grosería—. ¿Para qué necesitas eso? ¡Ya estabas bien!

Oksana no aguantó más y salió de la cocina. En el dormitorio, se dejó caer en la cama y liberó las lágrimas. ¡Estaba harta de las críticas constantes! Da igual lo que hiciera, para Valentina siempre estaría mal.

Al principio había sido diferente. Cuando Ignacio la presentó a su madre, Valentina pareció encantadora. Le sirvió té, preguntó por su familia, incluso le hizo cumplidos.

Pero en cuanto se mencionó la palabra «boda», todo cambió.

—Oksana, ¿estás ahí? —Ignacio asomó la cabeza—. Mamá se ha ido.

—Por fin —susurró ella, todavía con la voz quebrada.

Él se sentó junto a ella y la rodeó con un brazo.

—No le hagas caso. Es que está muy apegada a sus costumbres.

—¿Costumbres? ¿A que vivías con ella hasta los treinta y dos?

Ignacio suspiró. Era un tema delicado.

—Mi padre murió cuando yo tenía quince. Ella lo dio todo por mí.

—Lo entiendo. Pero ahora soy tu esposa. ¿No podemos llegar a un punto medio?

—Claro, solo hay que darle tiempo.

Tiempo. Oksana ya lo había oído cientos de veces. ¿Cuánto más necesitaría Valentina para aceptarla?

Al día siguiente, Oksana decidió actuar. Compró ingredientes y preparó un menú completo: cocido madrileño, croquetas y ensalada. Puso un mantel blanco y las copas de cristal.

Cuando Ignacio llegó, se quedó boquiabierto.

—¡Vaya! ¿Esperamos a alguien más?

—No, solo quiero mimar a mi marido.

—¡Está riquísimo! Huele como cuando era pequeño.

Cenaron a la luz de las velas. Él alabó cada plato, y Oksana sintió que valía la pena. Quizás, esforzándose más, Valentina cambiaría de opinión.

Pero al día siguiente, las quejas volvieron.

—Ignacio, ¿te acostaste tarde anoche? —preguntó Valentina nada más entrar—. Tienes los ojos rojos.

—No, mamá. A las doce.

—¡A las doce! —exclamó horrorizada—. ¡Y levantándote a las siete! ¡Eso es antinatural!

Oksana comprendió que no era la comida ni la hora de dormir. Era ella. Había «robado» a su único hijo.

Entonces probó otra táctica.

—Valentina —le dijo en la siguiente visita—, ¿me enseñaría a hacer el cocido como el que le gustaba a Ignacio de pequeño?

La suegra la miró desconcertada.

—¿Por qué?

—Quiero alegrarle el día. Usted sabe mejor que nadie lo que le gusta.

Valentina se lo pensó, sospechando una trampa.

—Bueno… Podemos intentarlo. Pero no te saldrá igual.

Y lo intentaron. Valentina dictó la receta, Oksana la anotó. Luego fueron juntas al mercado.

—Mira, la carne tiene que ser así —explicaba Valentina, señalando—. Ni muy grasa ni muy seca.

Oksana escuchaba con atención. En casa, cocinaron juntas.

—Corta la cebolla más grande —corregía Valentina—. Y no llores, o el cocido saldrá salado.

—¿Cómo no voy a llorar? Pica.

—Enjuaga el cuchillo con agua fría. Y respira por la boca.

Poco a poco, el ambiente se relajó. Valentina contaba historias de la infancia de Ignacio, y Oksana las escuchaba con interés.

—Con cinco años se comía tres platos de cocido —se reía la suegra—. Pensé que reventaría.

—Ahora no come tanto. Será la edad.

—No, es que está estresado en el trabajo. Tiene un proyecto complicado.

Oksana se sorprendió. Ignacio no le hablaba mucho del trabajo. Pero su madre lo sabía todo.

—¿Te cuenta mucho?

—Claro. Siempre ha sido así. Desde pequeño me lo contaba todo: el colegio, los amigos, las chicas que le gustaban…

Su voz sonó algo triste.

—Ahora supongo que te lo cuenta a ti.

—No mucho —admitió Oksana—. No es muy hablador.

Valentina la miró extrañada.

—¿Ignacio? ¿Poco hablador? ¡Si es un charlatán! Puede hablar horas.

Oksana entendió que aún se conocían poco. Seis meses de matrimonio no eran nada.

El cocido quedó delicioso. Ignacio no podía creer que lo hubiera hecho su mujer.

—¡Igual que el de mamá! ¿Cómo lo has conseguido?

—Valentina me enseñó —respondió Oksana, y la suegra se iluminó.

—Bah, solo fueron unos consejos.

Desde entonces, las clases de cocina se volvieron habituales. Primero los platos favoritos de Ignacio, luego otros.

—Esto lo hacía mi madre —compartió Oksana, enseñando la receta de las torrijas—. Que en paz descanse.

—¿Se fue joven?

—A los cincuenta y ocho. Cáncer.

Valentina se compadeció. Ella también tenía problemas de salud: la presión y el corazón.

—Tengo miedo de que a Ignacio le pase algo —confesó un día—. Es todo lo que me queda.

—No le pasará nada —la tranquilizó Oksana—. Estamos pendientes de él.

—Estamos… —repitió Valentina, y por primera vez en meses, le sonrió.

Las cosas mejoraron. Valentina dejó de criticar, y Oksana la entendióFinalmente, el día que Valentina celebró su cumpleaños rodeada de Oksana, Ignacio y su nieto, supo que, aunque la vida a veces cambia, el amor de familia siempre permanece.

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