La suegra propuso que nos mudáramos a su piso, claramente con segundas intenciones
Muchas gracias por el ofrecimiento, de verdad. Es muy generoso. Pero vamos a rechazarlo.
El rostro de la suegra se alargó más que el Viaducto de Segovia.
¿Y eso? ¿Que sois demasiado orgullosos?
No, no es eso. Es que ya tenemos nuestra vida organizada. Cambiar a los niños de colegio a mitad de curso les va a afectar. Y ya estamos hechos al barrio. Tenemos la casa recién reformada, todo nuevo.
Y en su piso Cristina hizo una pausa, buscando las palabras, pero decidió ir a los hechos En su piso está todo lleno de recuerdos y cosas importantes para usted.
Los niños están muy pequeños, cualquiera rompe algo o lo llena de churretes. ¿Para qué pasar nervios?
Cuando Cristina volvió del trabajo, su marido estaba en el pasillo, claramente apostado como un portero en el Bernabéu.
Se quitó los zapatos, fue directa al dormitorio, se cambió y después tiró para la cocina. Su esposo fue tras ella con más pena que vergüenza.
Cristina no aguantó más:
¿Vas a empezar otra vez? Ya te he dicho: no.
Mi madre ha vuelto a llamar hoy suspiró Diego dramáticamente. Dice que tiene la tensión por las nubes. Que allí no puede con los abuelos, que están de un pesado que parece que han rejuvenecido treinta años solo para molestar. Ella sola no da abasto.
¿Y qué? Cristina bebió un trago de agua fría para rebajar el mosqueo que iba in crescendo. Ella eligió irse a la casa del campo.
Alquila el piso, se lleva el dinerillo, el aire puro… hasta le gustaba.
Sí, hasta que le daban las fuerzas. Ahora se aburre y lo ve todo un suplicio. Y bueno… Diego cogió aire Nos ha propuesto mudarnos a su piso de tres habitaciones.
Cristina se quedó mirándole y soltó un:
No.
Pero ¿por qué tan rotundo? ¡Si ni me dejas terminar! Diego gesticuló. Mira: el barrio es ideal, quince minutos a tu trabajo, veinte al mío.
Colegio bilingüe enfrente, el parvulario está en el patio. ¡Adiós atascos!
Y además, al alquilar este piso, con el alquiler pagamos la hipoteca y sobra para unas cañas.
Diego, ¿te escuchas? Cristina se le plantó delante. Llevamos aquí dos años y medio.
¡Hasta elegí yo sola dónde iba cada enchufe! Los niños tienen amigos en el bloque de al lado.
Por fin sentimos que estamos en nuestra casa. ¡En la nuestra!
Pero qué más da dónde vivas si solo vas a casa a dormir. Dos horas de trayecto para llegar desde el curro… replicó él. Allí es un piso antiguo, techos de tres metros, las paredes gordísimas, no oyes ni volar a una mosca.
Y la última reforma la hicieron cuando Franco todavía silbaba por la Gran Vía zanjó Cristina. ¿Recuerdas ese olor a viejo? Y sobre todo, ese piso no es nuestro. Es de Carmen Rodríguez.
Mamá dice que no se va a meter en nada. Que ella sigue en el campo, solo quiere saber que el piso está vigilado.
Cristina esbozó una sonrisa amarga.
Diego, ¿tienes memoria de pez? ¿Recuerdas cómo fue lo de comprar nuestro piso?
Él desvió la vista a sus zapatos. Claro que se acordaba. Siete años viviendo de alquiler por Madrid, ahorrando cada euro.
Cuando juntaron para la entrada, Diego fue con un planazo a su madre: vender el pisazo grande del centro para pillar algo bueno para ella y algo digno para los jóvenes, es decir, ellos.
Carmen, entonces, asentía, sonreía, “Claro, hijos, que necesitáis más espacio”.
Tenían opciones vistas, ya soñaban con ellas hasta que, el día de ir a la inmobiliaria, ella llamó dramáticamente.
¿Te acuerdas de lo que dijo? insistió Cristina. “He estado pensando… Mi barrio es tan señorial, los vecinos tan finos ¿Dónde voy yo a un barrio nuevo con proletarios? No, no quiero.”
Y ahí nos vimos yendo al banco, firmando una hipoteca a interés criminal, para comprar esto, a cinco kilómetros de la M-30. Solitos. Sin sus “metros de prestigio”.
Se asustó, era normal, los cambios la edad balbuceó Diego. Ahora dice otra cosa. Se siente sola. Quiere a los nietos cerca.
¿Cerca? Los ve una vez al mes cuando vamos con la compra. Y a la media hora ya resopla porque el ruido le da migraña.
En ese momento, entró corriendo el pequeño Martín, precediendo a Lucía, de cuatro años, que venía pisándole los talones.
¡Mamá, papá, tenemos hambre! gritó Martín. ¡Y Lucía ha roto mi avión! Que tardé tres horas en montarlo y ella lo ha destrozado…
¡Mentira! chilló Lucía ¡Él solo lo tiró!
Cristina suspiró.
Venga, a lavaros las manos, que cenamos ya. ¿Papá, hiciste los macarrones?
Sí, y salchichas gruñó Diego.
Mientras los niños armaban una guerra de sillas y Cristina ponía la mesa, la conversación quedó aparcada. La retomaron ya tumbados, cuando la casa calló por fin.
***
El sábado hubo que ir al campo: Carmen Rodríguez llamó por la mañana con voz de víctima, que el abuelo no tenía pastillas y ella con el “corazón encogido”.
La carretera tardó hora y media. Carmen salió a recibirles al porche. Con sesenta y tres años parecía una influencer: peinado perfecto, manicura francesa, el pañuelo de seda al cuello resuelto como si la esperase una portada en el Hola.
¡Vaya, habéis llegado! ofreció su mejilla para el besito. Cristina, ¿has engordado o es que esa blusa te hace ancha?
Hola Carmen, es que la blusa es holgada se tragó la pulla Cristina como quien se traga un gazpacho aguado.
Entraron en casa. Los padres de Carmen estaban en el salón, dos muebles vintage dormitados frente a la tele.
Cristina saludó, pero lo máximo que consiguió fue un vago cabeceo, sin desviar la mirada del programa de cotilleos.
¿Os apetece un té? lanzó Carmen ya en la cocina. Tengo galletas, pero creo que ya están más duras que el turrón del año 87 Es que casi no bajo a por compra, me duelen las piernas.
Nosotros hemos traído tarta dijo Diego, dejando la caja en la mesa. Mamá, volvamos a lo del piso
Carmen se puso eléctrica.
Sí, Diego, por favor. No puedo más. Aquí el aire, el entorno, cuidar de los padres todo bien.
Pero el invierno es un infierno. Y el piso ahí parado, otros viviendo como si nada, destrozándolo. ¡Me da un vuelco el corazón!
Mamá, si los inquilinos son majos, una familia intentó Diego.
¡Majos! resopló Carmen. Fui la otra semana a mirar, y la cortina torcida. Y un olor distinto, nada que ver con el mío.
Así que pensadlo: ¿por qué vais a estar tan lejos? Mudáos al centro. Ahí cabéis todos de sobra.
Cristina miró a su marido de reojo.
Carmen, ¿y usted dónde piensa vivir? soltó con naturalidad castellana.
La suegra alzó las cejas, muy digna.
¿Dónde va a ser? Aquí, claro. Con mis padres. Bueno, igual voy alguna vez al piso, a ver médicos, hacerme chequeos. En mi ambulatorio me conocen todos los doctores.
¿”Alguna vez”? ¿Cuántas veces son? apuntó Cristina.
Hombre, una o dos a la semana. O si hay lluvias, me quedo unos días. Mi habitación sigue como está, eh. No penséis en poner a los niños allí, que usen el salón grande, mi cuarto lo dejáis para mí. Por si acaso.
Cristina empezó a hervir.
Es decir, ¿quiere que nos mudemos a su piso y que una habitación quede cerrada para usted? ¿Y nosotros vivimos cuatro en dos?
¡No hace falta cerrarla! se extrañó Carmen Usadla, pero mis cosas no se mueven. Ni toquéis el aparador: ahí está el cristal. Y mis libros, lo hemos hablado, Diego, ¿eh? ¡La biblioteca, ni tocarla!
Diego empezó a removerse en la silla.
Mamá, si vamos, tenemos que montarlo un poco a nuestra manera, hacer habitación para los niños, traer camas
¿Camas para qué? ¡Si el sofá es buenísimo! Tu padre lo compró, no gastéis dinero.
Cristina se levantó.
Diego, vamos a tomar el aire.
Y salió al porche sin más. Diego apuró detrás, con cara de no saber si reír o llorar.
¿Lo has oído? le susurró Cristina. “El sofá no se toca”, “la habitación es mía”, “vendré cuando quiera”. ¿Sabes lo que significa?
Cristina, le da miedo el cambio
¡No, Diego! Lo que quiere es guardeses gratis. ¡Y ni el armario podemos cambiar de sitio! Entrará con sus llaves cuando quiera, explicándome cómo se pone una cortina, cómo se hace un puchero y cómo se dobla una sábana.
Pero está cerca del trabajo intentó, flojito, Diego.
Que me importa un pepino el trabajo. Prefiero tardar dos horas en la M-40, pero llegar a mi casa y ser la dueña. De la mía.
Diego miró sus zapatos. Sabía que tenía razón. Solo que la tentación de no preocuparse había nublado el sentido.
Y una cosa más Cristina cruzó los brazos: Recuerda lo de aquella vez. Nos dejó tirados porque “su reputación” pesó más. Ahora simplemente le aburre el campo y quiere tenernos al lado para quejarse.
En ese instante, Carmen abrió la puerta.
¿Qué cuchicheáis?
Cristina se giró.
Que no queremos molestarla. No nos vamos a mudar.
Menuda tontería resopló Carmen. Diego, ¿no dices nada? ¿La mujer manda y tú asientes?
Diego levantó la cabeza.
Mamá, Cristina tiene razón. Nos quedamos. Esta es nuestra casa.
Carmen frunció los labios, entendiendo que ya no tenía margen, aunque no lo admitiría nunca.
Pues nada, yo solo quería ayudar. Haced lo que queráis. Perdeos en las caravanas. No vengáis a quejaros luego.
No lo haremos prometió Diego. ¿Te hace falta algo de la farmacia?
Nada quiero de vosotros se fue altiva, cerrando la puerta como si participara en una zarzuela.
El camino de vuelta fue tranquilo. Ni un atasco hasta llegar a su barrio, y aun así, el GPS señalaba en rojo a la altura de sus calles.
¿Estás enfadado? preguntó Cristina en el semáforo.
Diego negó con la cabeza.
No. Imagino a Martín saltando en ese sofá “de papá” y a mi madre llevándose la mano al pecho. Tienes razón. Menudo disparate.
Yo no tengo problema en ayudar, Diego dijo ella, apoyando la mano sobre su rodilla. Si hace falta, vamos a la compra, traemos medicinas.
Contratamos a alguien para cuidarlos si la cosa se pone fea. Pero nosotros, separados.
La distancia es la base de una buena relación.
Sobre todo con mi madre rió Diego.
***
Por descontado, Carmen no olvidó el “desaire”. Resultó que ya había echado a los inquilinos, convencida de que su hijo y nuera iban a mudarse.
Durante semanas le dio la lata a Diego con llamadas, comentarios y reproches.
Y Diego aguantó como un campeón. Resulta que no es tan difícil decir “no” cuando la situación lo exige.







