La suegra pasó la noche. Por la mañana irrumpió en nuestro dormitorio gritando.

Las paredes de nuestra casa guardaban un secreto. Al amanecer, mi suegra, Carmen Valverde, irrumpió en nuestro dormitorio con gritos desgarradores: “¡Levántate, Lucía! ¡Ven a ver lo que ocurre en tu cocina!” Salté de la cama, aún en pijama, el corazón golpeándome el pecho como un tambor enloquecido. Corrí por el pasillo, envolviéndome en una bata vieja, olfateando el aire¿acaso algo ardía? ¿O dejamos el gas abierto? Mi mente ya pintaba escenas de tragedia: llamas devorando azulejos, ollas explotando. Pero dentro de la cocina cucarachas. Un ejército de alimañas marrones pululaba bajo la mesa, entre los platos sucios de la cena que dejé sin recoger la noche anterior. Carmen se plantó allí, manos en las caderas, clavándome una mirada que parecía acusarme de haber criado a aquellas bestias solo para humillarla.
“¿Es así siempre aquí, Lucía?” Su voz temblaba de indignación. “¿Cómo se puede vivir así? Tienes hijos, marido, ¡y tu cocina parece un estercolero!” Me quedé paralizada, como si un rayo me hubiera alcanzado. Sí, dejé los platos. Llegué agotada del trabajo, los niños lloriqueaban, mi marido, Javier, mascullaba algo sobre el fútbol, y yo solo soñaba con caer en la cama. ¿Quién iba a imaginar que esas malditas cucarachas elegirían esta noche para su desfile? Y lo peor: ¿de dónde salieron? Vivimos en un piso decente, no en una chabola. Bueno casi decente.
Carmen, por supuesto, no callaba. “En mis tiempos,” declamó, “¡esto no habría pasado! Yo barría, fregaba y no dejaba ni una migaja. Y vosotros, los jóvenes, solo sabéis mirar el móvil.” Tragué saliva, conteniendo la réplica. Ella no era solo mi suegra, era una generala con delantal; el orden en la cocina, para ella, era cuestión de honor. Y yo, al parecer, la había defraudado. Me puse a limpiar frenéticamente: atrapé cucarachas con un trapo, restregué la mesa, los platos, todo lo que encontré. Carmen vigilaba cada movimiento: “¡Te has saltado ese rincón! ¿Y esta mancha? ¿Nunca limpias las baldosas?” Casi clavo los dientes. Pensé: “Carmen Valverde, tampoco eras perfecta, ¡seguro que a ti también se te caían migas!” Pero callé. Discutir con ella era inútil.
Mientras yo lidiaba con las alimañas, Javier, mi marido, apareció al fin. Al ver el espectáculo, en lugar de ayudar, soltó una risita: “Oye, Lucía, ¿has abierto un zoológico?” Le lancé una mirada que lo dejó mudo, y se fue a preparar café. Carmen no perdió la oportunidad: “¿Ves? Tu marido no tiene seriedad. Si no fuera por mí, estaría peor que un niño malcriado.” Ahí vamos, pensé. Ahora viene el sermón sobre cómo educar a los hombres. Y así fue: se sentó frente a la mesa, ya reluciente, y comenzó: “Antes, a los hombres se les ponía firmes. Pero vosotras les dais libertad, ¡y mira el resultado! Cucarachas en la cocina, y él riéndose.”
Yo asentía, pero mi mente gritaba: “¿Cuándo se irá?” No es que la odiara, era buena mujer, pero sus ataques Esto no era solo por las cucarachas, era la prueba de que yo era mala ama de casa, mala esposa, quizá mala madre. Y mientras fregaba, ella encontraba fallos: un tenedor mal puesto, un cuchillo con restos. ¡Como si yo no tuviera ya suficiente! Dos hijos, el trabajo, corriendo como una loca, y encima, las cucarachas decían celebrar una fiesta. ¿De dónde salieron? ¿De los vecinos? Este edificio es viejo, las tuberías crujen Seguro que anidan ahí.
Al terminar, la cocina brillaba como en un anuncio de lejía. Carmen pareció calmarse, pero aún murmuró: “Lucía, el orden es esencial. Es tu hogar, tu familia. Si no lo haces tú, ¿quién lo hará?” Asentí con una sonrisa forzada, pero por dentro gemía: “¡Déjame en paz!” Javier, al verme al límite, se llevó a su madre de paseo para darme un respiro. Me senté frente a la cocina impecable y dudé: ¿era tan mala? Quizá Carmen tenía razón. Pero entonces recordé: una familia no son solo baldosas limpias, y el amor no brilla como los platos

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La suegra pasó la noche. Por la mañana irrumpió en nuestro dormitorio gritando.