La suegra miró en la olla y se quedó horrorizada

**Mi diario:**

Mi suegra se asomó a la olla y se quedó pálida.

María Dolores se despertó con el alba y, como siempre, se dirigió a la cocina de su casa en las afueras de Toledo. Para su sorpresa, su nuera ya estaba allí, moviéndose entre fogones.

—Buenos días —sonrió Rosalía, removiendo algo en la cazuela.

—Buenos —respondió María Dolores con sequedad, frunciendo el frente—. ¿Qué estás preparando?

—Un cocido —contestó Rosalía sin mirarla—. A Javier le encanta.

—¿Cocido? — la suegra olfateó con recelo—. ¿No se supone que un cocido huele distinto?

—¿Y cómo debería oler? —Rosalía encogió los hombros, tapó la olla y abandonó la cocina.

María Dolores no perdió tiempo. Se acercó al fuego, levantó la tapa y miró dentro. Lo que vio la dejó sin aliento.

—Pero ¿esto qué es? —murmuró, retrocediendo como si fuera un brebaje venenoso.

Rosalía regresó con los platos y, al notar su reacción, contestó con calma:

—Cocido, María Dolores. Verduras de nuestra huerta, recién cosechadas. Cocinar con lo tuyo es como una fiesta.

—¿Fiesta? —bufó la suegra, cruzando los brazos—. ¡Esa huerta es una condena! Perder el tiempo cavando en la tierra cuando se puede comprar todo en el supermercado… No os entiendo.

—A mí me gusta —respondió Rosalía con dulzura, sirviendo el cocido en los platos. El aroma de garbanzos, morcilla y verduras llenó la cocina—. La tierra te da energía cuando trabajas con ella.

—¿Energía? —María Dolores puso los ojos en blanco—. Eso es para quien no tiene verdaderas obligaciones. La gente como nosotros… — Se interrumpió al ver que Rosalía seguía sonriendo, como si no oyera sus indirectas—. ¿Y para quién has hecho tanto?

—Para nosotros —dijo Rosalía—. Dura un par de días. Javier siempre repite.

María Dolores se apartó teatralmente, como si el olor le diera náuseas.

—¡Yo no pienso probarlo! —declaró con dramatismo—. Solo el olor me revuelve el estómago. ¿Qué le has echado?

Rosalía suspiró, evitando mirarla. Por el rabillo del ojo, vio a su marido Javier entrar en la cocina y observar la escena, tenso pero callado.

**Mi diario (continuación):**

María Dolores no entendía qué le había pasado a su hijo. Hace dos años, Javier era un joven urbanita, prometedor ingeniero informático. Iban juntos a museos, discutían sobre nuevos bares, soñaban con su carrera. Y de pronto… esta vida rural, la huerta, esta Rosalía tan sencilla. ¡Hasta su nombre le provocaba irritación!

Javier siempre había sido un buen partido: alto, inteligente, con encanto. ¡Cuántas chicas de buenas familias suspiraban por él! ¿Por qué eligió a esta muchacha de pueblo y esta casita perdida? María Dolores esperaba que se le pasara la tontería y volviera a la ciudad. Pero el tiempo pasaba, y Javier se hundía más en esa “idilio rural”.

Así que decidió actuar. La invitación a cenar de Rosalía era la excusa perfecta. Su plan: recordarle a su hijo quién era y sacarlo de allí antes de que fuera tarde.

**Mi diario (última entrada):**

Javier entró en la cocina, abrazó a su mujer y miró a su madre:

—Mamá, prueba el cocido. Rosalía lo hace increíble.

—Javier, sabes que tu padre y yo nunca comíamos esos guisos de pueblo —rechazó ella—. Hasta tú de pequeño hacías ascos al cocido, decías que era comida de abuelas.

Rosalía sonrió al imaginarlo pequeño, arrugando la nariz. Pero ahora era un hombre hecho y derecho, y sus gustos habían cambiado.

—Las cosas cambian, mamá —dijo Javier, sonriendo—. El cocido de Rosalía es una obra de arte. Pruébalo.

—¿Qué arte? —María Dolores se encendió—. ¿Llamas arte a una olla con garbanzos? ¡El arte está en los teatros, en el Prado, no en estos… pucheros!

Rosalía intentó no hacer caso, pero algo le dolía dentro. Sabía que para su suegra no era más que una campesina indigna de su hijo. Y aún así, deseaba que, al menos una vez, valorara su esfuerzo.

—Mamá, basta —firmó Javier—. Rosalía hace mucho por nosotros. Somos felices, y eso es lo importante.

—¿Felices? —María Dolores apretó los labios—. Ya veremos cuánto dura. Tú eres de ciudad, Javier. Madrid te llama, y esta vida de campo es un capricho. Ya lo recordarás.

Javier la miró con reproche:

—Soy adulto. Elegimos esta vida, y no me arrepiento.

—Aún no —replicó ella—. Pero esta Rosalía te tiene hechizado con su huerta. Ya verás cuando te canses.

Rosalía no pudo callar más:

—María Dolores, ¿qué tiene de malo nuestra vida? No molestamos a nadie. Javier es feliz. ¿No le alegra eso?

—¿Alegrarme? —estalló la suegra—. ¡Veo cómo arrastras a mi hijo a este aislamiento, lejos de todo! Y encima querrás tener un hijo para atarlo más.

Rosalía enmudeció, herida por su crueldad. Javier se levantó, con la mirada oscura:

—Mamá, te has pasado.

María Dolores no cedió:

—Es la verdad, hijo. No puedes vivir eternamente entre huertos y guisos. Dime, ¿cómo disfrutas esto?

Javier sonrió:

—Antes era urbano porque no sabía qué más había. Rosalía me enseñó otra vida, y me gusta.

María Dolores resopló, pero no insistió. Su plan había fracasado, pero en su mente ya maquinaba otro. No se rendiría.

**Mi diario (reflexión final):**

Cuando se fue, Rosalía se quedó mirando la olla de cocido, reconfortada por el apoyo de Javier, pero con el corazón apretado. Quería que su suegra los aceptara, aunque sabía que era difícil.

Javier se sentó a su lado y le tomó la mano:

—No le des importancia. Mi madre siempre cree saber lo mejor. Pero yo te elegí a ti y esta vida. Si ella no lo entiende, allá ella.

Rosalía asintió, abrazándolo:

—Solo quería que nos comprendiera.

—Quizá algún día —susurró él—. Pero, pase lo que pase, seremos felices.

Ella sonrió, sintiendo cómo el dolor se alejaba. Su pequeño mundo, su hogar, su cocido… era su felicidad, y nadie podía arrebatársela.

—Oye —rió, secándose los ojos—, terminemos este cocido. Por nosotros, por esta vida, aunque otros no la entiendan.

Javier cogió su cuchara:

—Por nosotros, por nuestro cocido y por todo lo que vendrá.

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La suegra miró en la olla y se quedó horrorizada