La suegra me obligó a renunciar a mi parte.

—¿Qué significa renunciar a mi parte? —La voz de Lucía tembló—. Doña Carmen, ¡es la herencia de mi marido!

—Exacto, de mi hijo —cortó la suegra, erguida como una estatua—. No tuya. Tú aquí no eres nadie, eres pasajera. Javier es mío, no tuyo.

—¿Cómo que pasajera? —Lucía sintió el calor del coraje subirle por el pecho—. ¡Somos marido y mujer! ¡Llevamos ocho años juntos!

—Ocho años no es nada —Carmen esbozó una sonrisa despectiva—. Mi primer matrimonio duró veintitrés años. Y al final, divorcio. Así que no te hagas la esposa perpetua.

Lucía permanecía en la cocina, aturdida. Media hora antes estaba preparando una paella para la familia, ilusionada porque su suegra por fin había aceptado hablar del reparto del piso tras la muerte del suegro. Y ahora esto.

—Doña Carmen, hablemos con calma —intentó serenarse—. Don Antonio dejó el piso a Javier. Por ley, la mitad me corresponde a mí, como esposa.

—¡A ti no te corresponde nada! —la suegra alzó la voz—. Mi marido consiguió este piso en el setenta y cinco. ¡Yo llevo cuarenta y ocho años viviendo aquí! Crié hijos, cuidé nietos… ¿Y tú quién eres? Llegaste de tu pueblo, hechizaste a mi Javier, y ahora exiges derechos.

—No soy de un pueblo, soy de Valladolid —replicó Lucía en voz baja—. Y a nadie he hechizado. Javier y yo nos queremos.

—El amor —bufó Carmen—. ¿A tu edad qué amor? Con treinta y ocho años, el reloj biológico no perdona. Lo que quieres es empadronarte en Madrid, y se acabó.

En ese momento, Javier entró en la cocina con bolsas de la compra. Al ver los rostros tensos de su mujer y su madre, se quedó tieso.

—¿Qué pasa? —preguntó, dejando las bolsas en la mesa.

—Tu madre exige que renuncie a mi parte del piso —dijo Lucía, conteniendo el temblor de su voz.

Javier miró a su madre, luego a su esposa.

—Mamá, habíamos quedado en vivir todos juntos. ¿A qué vienen estos temas?

—Javi, cariño —Carmen cambió el tono a uno meloso—, pienso en tu futuro. Nunca se sabe lo que puede pasar. Si os divorciáis, ella se llevará la mitad.

—Mamá, basta. No vamos a divorciarnos.

—Claro que no —imitó la suegra con sarcasmo—. Nadie lo planea. Yo tampoco planeé divorciarme de tu padre, pero pasó. La vida es impredecible.

Lucía calló, observando la escena. Javier parecía perdido, cambiando el peso de un pie a otro como un niño en el colegio.

—Mamá, ¿por qué haces esto? —al final habló—. Lucía es familia.

—Familia —repitió Carmen—. ¿Y los hijos? Ocho años y ni un bebé. ¿O es que no puede tenerlos?

Lucía sintió el ardor en sus mejillas. Era su punto más vulnerable. Llevaban años intentándolo, con médicos y tratamientos, pero nada.

—Doña Carmen, eso es algo privado —masculló.

—¡Privado! —la suegra movió la cabeza—. Mi hijo se casa con una mujer estéril, y yo debo callarme. ¿Sabes cuánto anhelo nietos? Tengo setenta años, ¿cuánto más debo esperar?

—¡Mamá, basta! —Javier alzó la voz—. Esto es cruel.

—¿Cruel? ¿Decir la verdad es cruel? —Carmen se sentó y sacó un pañuelo—. No es mi culpa que tenga problemas. Quizá debería divorciarse y buscar a alguien más… sencillo.

Lucía no pudo más.

—Me voy —anunció, quitándose el delantal—. No soporto esto.

Recogió sus cosas en el dormitorio, manos temblorosas. ¿Era real lo que ocurría?

—¡Lucía, espera! —Javier entró—. No hagas caso, mamá solo está nerviosa.

—¿Nerviosa? —se giró—. ¡Exige que renuncie a mi parte! Como si fuera una estafadora.

—No exige, solo…

—¿Solo? ¡Prácticamente me echa de casa!

Javier se sentó en la cama, frotándose las sienes.

—Mamá teme quedarse en la calle. Toda su vida ha sido aquí.

—¿Y yo la echo? ¡Dije que viviríamos todos juntos! El piso es grande, hay espacio.

—Lo sé. Pero ella desconfía de los papeles. Cree que, si algo pasa entre nosotros, perderá todo.

Lucía lo miró fijamente.

—Javier, dime la verdad. ¿De qué lado estás?

—Del tuyo, eres mi mujer.

—¿Entonces por qué no me defendiste? ¿Por qué permitiste que me insultara?

Su silencio fue la respuesta.

—Me voy a casa de Sofía unos días —cerró la maleta—. Necesito pensar.

—Quédate, hablemos.

—¿De qué? ¿De cómo cedo mi parte? ¿O de cómo me voy para no molestar?

En el recibidor, Carmen la esperaba con una sonrisa triunfal.

—¿Te vas? Bien hecho. Reflexiona, ordénalo todo en tu cabeza.

—Doña Carmen, entienda una cosa —Lucía se detuvo—. No quiero su piso. Solo necesito saber que tengo un hogar. Que no me echarán a la primera.

—Tienes un hogar. En Valladolid.

—Allí viven extraños.

—Pues búscate otro.

Lucía salió y permaneció en el rellano, lágrimas rodando. Ocho años de matrimonio, de esfuerzo por ser buena esposa y nuera. Cuidados, comidas, limpieza… Y ahora esto.

Sofía la recibió con asombro.

—Lucía, ¿qué ocurre? Pareces un fantasma.

—Peor —entró—. ¿Puedo quedarme un par de días?

Por la noche, le contó todo. Sofía escuchó, meneando la cabeza.

—Te lo dije —susurró—. Recuerdas cuando me hablabas de sus indirectas sobre tu edad, sobre no tener hijos…

—Sí.

—Estaba preparando el terreno. Quería mostrarte como una esposa indigna.

—¿Por qué? ¿Qué le he hecho?

—Llegaste. Le robaste a su hijo. Ella siempre fue la mujer principal en su vida.

Sofía tomó su mano.

—Escucha… ¿Y si cedes?

—¡¿Qué?!

—Javier nunca se enfrentará a ella. ¿Crees que un hombre de cuarenta y tres años cambiará?

—¡Es injusto! ¡Por ley tengo derecho!

—La ley es una cosa; la vida, otra. Si insistes, Carmen destruirá tu matrimonio.

—¿Cómo?

—Fácil. Envenenará a Javier día tras día. Dirá que eres interesada, que solo quieres el piso. ¿Cuánto aguantará él?

Lucía calló. Sofía tenía razón.

—Entonces, ¿qué hago? ¿Ceder y vivir a su merced?

—Otra opción —Sofía se inclinó—. Renuncia, pero con condiciones.

—¿Como qué?

—Que tengas derecho a vivir allí siempre. O que, en caso de divorcio, te compensen.

—¿Carmen aceptaría?

—Si no cedes, ella pierde la mitad. Si lo haces, gana todo. Tu propuesta sigue siendo mejor para ella.

Lucía reflexionó. Quizá era la solución.

—Pero consulta con un abogado —aconsejó Sofía—. Que todo quede bien atado.

Al día siguiente, Lucía visitó a una abogada.

—Su suegra tiene razónAl final, Lucía firmó los papeles renunciando a su parte, pero con la certeza de que, aunque había perdido una batalla, había ganado algo más valioso: la paz en su hogar y la lealtad silenciosa de Javier.

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MagistrUm
La suegra me obligó a renunciar a mi parte.