La suegra lloró desconsoladamente en la boda, y solo ella conocía la razón.

**Mi diario**

La suegra lloraba desconsolada en plena boda. Solo ella sabía por qué.

Los invitados coreaban “¡Que se besen!”, aplaudían, las copas de cava brillaban bajo la luz, y el novio besaba tímidamente la mejilla de la novia. Luego, como siguiendo un guion, se cubrieron con el velo y fingieron un beso apasionado—forzado, torpe, casi teatral. Lo vi todo. No había esa chispa que nace de la verdadera intimidad. Reían, susurraban, como si estuvieran actuando en la boda de otro.

Mi gran amiga Carmen casaba a su única hija, Lucía. Estaba nerviosa, secándose las manos en el vestido cada dos minutos. Cuando los invitados se sentaron, me agarró del brazo, seria:

—Mira a la suegra. Parece que no es una boda, sino un funeral.

Miré alrededor. Nunca había visto a la madre del novio, ni sabía quién era entre la gente. Pero cuando Carmen señaló a una mujer de vestido gris con detalles plateados, lo entendí. Estaba sentada en un rincón, seria, como si la hubieran traicionado. Inclinaba la cabeza, secándose los ojos con un pañuelo. Sus labios temblaban, y cada suspiro cargaba tanto dolor que hasta a mí se me encogió el corazón.

—¿Quizás no se encuentra bien?—dije, intentando ser delicada.

—¡Qué va!—refunfuñó Carmen—. Es por el piso. Tiene miedo de que ahora la nuera y el niño “se le monten”. El chico heredó un ático de su abuela, y ella cree que mi Lucía va a querer quedarse con él.

—Vaya imaginación—sonreí—, ni se han casado y ya repartes metros.

Pero la tensión seguía ahí. Sin querer, seguí observando a aquella mujer. Mientras los demás comían, reían, brindaban—ella no probó ni la ensalada ni el cava. No levantó la mirada. Ni siquiera hacia su hijo, que debería haber sido el centro de su mundo esa noche.

Cuando volvieron a gritar “¡Que se besen!”, la suegra giró bruscamente hacia la ventana, apretando los dientes con fuerza. No pude evitarlo, me acerqué.

—Disculpe… parece muy afectada. ¿Está bien?

Me miró. Sus ojos brillaban de lágrimas, pero no de debilidad, sino de dolor.

—No puedo fingir—susurró—. Perdone, pero todo esto es una farsa. Mi hijo… no quiere a esa chica. Lucía es buena, dulce. Está feliz, no ve lo obvio. Pero él… se casa por despecho, para herir a su ex.

Me quedé muda. No esperaba esa confesión.

—No puede ser… ¿está segura?

—Me lo dijo él mismo. Quería demostrarle a su ex lo “feliz” que era. Le rogué, grité, le pedí que no lo hiciera. Pero es testarudo. Cree que aliviará su dolor haciendo daño a otros. Y cuando miro a Lucía… sus ojos brillan, cree en el amor de verdad. Pero él solo busca venganza. Y eso me revuelve el estómago.

—Tal vez las cosas cambien. La gente se acostumbra, nacen sentimientos…

—Ojalá pudiera creerlo—dijo con tristeza—. Pero mi conciencia no me deja. Me da pena ella. Mucha pena. Y mi hijo… ya no lo reconozco.

Volví en silencio a mi mesa. No le dije nada a Carmen. Pero dos días después, ella me llamó.

—Lucía ha vuelto. Recogió sus cosas sin explicar nada. Ni lágrimas, ni gritos… muda como una piedra. ¡No entiendo qué pasó! ¡Todo iba tan bien!

—Espera, voy para allá—dije, colgando.

Manejé hacia su casa, con los nudillos blancos de apretar el volante. Me partía el alma pensar en Lucía. Pero más aún en aquella suegra. En una madre que sabía que su hijo arruinaba una vida y no podía hacer nada. Carmen y Lucía, tarde o temprano, lo superarían. Encontrarían a otros, aprenderían a confiar de nuevo.

Pero ella… Ella siempre lo recordaría. El día en que su hijo jugó con los sentimientos como si fueran una máscara. El día en que se casó—no por amor, sino por rencor. Y el día en que fue la única que no aplaudió. Porque no pudo. Porque conocía la verdad.

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MagistrUm
La suegra lloró desconsoladamente en la boda, y solo ella conocía la razón.