La suegra lloraba desconsolada en plena boda. Solo ella sabía el porqué.
La multitud de invitados coreaba alegremente «¡Que se besen!», aplaudían, las copas de cava espumoso brillaban bajo la luz, y el novio besaba con timidez la mejilla de la novia. Después, siguiendo el guión, se cubrieron con el velo y fingieron un apasionado beso—forzado, torpe, casi teatral. Yo lo vi todo. No había entre ellos esa chispa que nace de la verdadera intimidad. Reían entre dientes, susurraban como si estuvieran representando la boda de otros.
Mi íntima amiga, Lucía, casaba a su única hija—Claudia. Se afanaba, nerviosa, secándose las palmas en el vestido cada dos minutos. Cuando los invitados se sentaron, me tiró del brazo con el ceño fruncido:
—Mira cómo está la suegra. Parece que no es una boda, sino un entierro.
Busqué con la mirada. A la madre del novio no la había visto antes, ni siquiera sabía quién era entre los presentes. Solo cuando Lucía señaló a una mujer vestida de gris con bordados plateados lo entendí. Estaba sentada en la esquina, en la mesa más alejada, con el rostro sombrío, como si la hubieran traicionado. Inclinaba la cabeza, enjugándose las lágrimas con un pañuelo. Sus labios temblaban, y cada suspiro cargaba tanto dolor que hasta a mí se me encogió el corazón.
—¿Quizás no se encuentra bien?—dije, intentando ser discreta.
—¡Qué va a estar enferma!—refunfuñó Lucía—. ¡Es por el piso! Tiene miedo de que ahora la nuera y el niño se le instalen encima. A su hijo le quedó un ático de la abuela, y cree que mi Claudia se lo arrebatará.
—Menuda película te montas. Ni se han casado y ya repartís metros—bromeé, pero el malestar no se disipaba.
Sin querer, seguí observando a aquella mujer. Mientras los invitados comían, reían y brindaban, ella no probó bocado ni sorbió el cava. No levantó la mirada. Ni siquiera miró a su hijo, que esa noche debía ser el centro de su universo.
Cuando el salón volvió a gritar «¡Que se besen!», la suegra se giró bruscamente hacia la ventana, apretó los dientes hasta que sus labios palidecieron. No pude contenerme y me acerqué a ella.
—Perdone… parece que lo está pasando muy mal. ¿Todo bien?
La mujer alzó la mirada. Sus ojos, anegados de lágrimas, no reflejaban debilidad, sino un dolor auténtico, vivido.
—No puedo fingir—susurró—. Perdone, pero todo esto es una farsa. Mi hijo… no quiere a esa chica. Claudia es buena, luminosa. Es feliz, no ve lo evidente. Pero él… se casa para fastidiar a su ex.
Me quedé helada. No esperaba aquella confesión.
—No puede ser… ¿Está segura?
—Me lo dijo él mismo. Quería demostrarle a su ex lo “feliz” que era. Le supliqué, le grité, le rogué que no lo hiciera. Pero es testarudo. Cree que el dolor se calma hiriendo a otros. Y yo miro a esa chica—sus ojos brillan, cree en el amor con toda el alma. Y él… él solo busca venganza. Y me da náuseas.
—Pero quizás las cosas cambien… La gente se acostumbra, los sentimientos nacen…
—Creerlo sería un consuelo…—dijo con tristeza—, pero mi conciencia no me deja. La compadezco. Mucho. Y mi hijo… mi hijo ya no lo reconozco.
Volví en silencio a mi mesa. No le dije nada a Lucía. Pero dos días después, ella misma me llamó.
—Claudia ha vuelto. Recogió sus cosas, no da explicaciones. Ni lágrimas ni gritos—se queda callada como una tumba. ¡No entiendo qué pasó! ¡Todo iba tan bien!
—Espérame, voy para allá—dije cortante antes de colgar.
Conduje hacia su casa, apretando el volante hasta que me dolieron los nudillos. El dolor por Claudia me atravesaba, pero más aún el de aquella suegra. Por la mujer que sabía que su hijo estaba destrozando una vida y no podía evitarlo. Lucía y Claudia, tarde o temprano, lo superarían. Encontrarían a otros, volverían a confiar.
Pero ella… Ella lo recordaría siempre. El día en que su hijo jugó con los sentimientos como con una máscara. El día en que se casó—no por amor, sino por venganza. Y el día en que fue la única que no aplaudió. Porque no pudo. Porque conocía la verdad.







