La suegra exigente que usó vestidos blancos en dos bodas: esta vez, el fotógrafo le dio una lección.

**Diario Personal: Cuando Mi Suegra Entrometida Vistió de Blanco en Dos Bodas (Pero Esta Vez el Fotógrafo le Dio Su Merecido)**

Si algo he aprendido al organizar una boda es esto: no solo te casas con un hombre, sino también con su madre. Y en mi caso, eso significó entrar en una competencia eterna en la que nunca me inscribí.

Me llamo Lucía, y mi ahora marido, Javier, es el hombre más dulce del mundo. Paciente, atento y completamente ciego a las manipulaciones de su madre. Su madre, Encarna, es lo que algunos llamarían *”toda una señora”*. Elegante, sofisticada y, como no se cansa de recordarnos, *”ex reina de belleza”*. Su pelo: siempre impecable. Su maquillaje: perfecto. Su vestuario: caro y cuidado como una exposición de museo.

Y su especialidad en bodas: vestir de blanco.

Blanco puro, reluciente, como si fuera ella la novia. El tipo de vestido que hace que los invitados miren dos veces y deja a la novia conteniendo la ira.

La hermana mayor de Javier, Marta, se casó tres años antes que yo. En su boda, Encarna llevó un vestido blanco hasta el suelo, de tirantes, adornado con perlas. Alegó que *”no tenía ni idea”* de que la novia llevaría algo parecido.

—Ella lleva encaje, cariño —dijo, fingiendo inocencia—. Esto es satén. Totalmente distinto.

Marta estaba furiosa. Pero Javier solo se encogió de hombros con su típico: *”Así es mamá”*.

Luego vino la boda de la prima de Javier, Nuria, y adivina qué: Encarna lo hizo de nuevo. Esta vez, un traje blanco ajustado con una capa vaporosa que flotaba como una cola. Alguien llegó a preguntar si iba a renovar sus votos. Esa noche, Javier finalmente la confrontó.

—Mamá, ¿qué haces? —preguntó.

Encarna rió. —Ay, cariño, no es mi culpa que el blanco me favorezca. ¿Quieres que vista de negro como si fuera un funeral?

Esa era su lógica.

Así que, cuando Javier y yo nos comprometimos, supe que tenía dos opciones: callarme y esperar que mágicamente desarrollara algo de conciencia… o prepararme para la batalla. Elegí lo segundo.

Desde el principio, Encarna hizo el proceso insoportable. Criticó el lugar (*”demasiado rústico”*), el catering (*”¿no sirven caviar sin gluten?”*) e incluso mi velo largo.

—Tienes una cara tan bonita, Lucía —me dijo con una sonrisa—. No querrás taparla con tanto tejido, ¿verdad?

A duras penas mantuve la calma.

En las invitaciones, incluí una petición educada: *”Se ruega a los invitados evitar colores como blanco, marfil o champán.”* Pensé que funcionaría. No fue así.

Dos semanas antes de la boda, recibí un mensaje de Encarna con una foto de su vestido elegido.

Era blanco.

No solo eso: un vestido brillante con adornos y plumas en el bajo. Lo acompañaba con:

—¡Qué monada, ¿verdad?! ¡Pensé que podría combinar con tu tema! —

Mis manos temblaron.

Javier notó mi expresión y preguntó qué pasaba. Cuando le enseñé la foto, finalmente entendió.

—Lo está haciendo otra vez —susurré—. Y esta vez es mi boda.

A su favor, Javier intentó hablar con ella. Le explicó que era importante para mí, que era un límite claro.

Pero ella sacó su carta habitual:

—Ay, no sabía que la molestaría tanto. ¿Todo tiene que ser tan dramático? ¿Preferís que no vaya? —

Ahí comprendí: la lógica no funcionaba. Los límites tampoco. Pero la humillación… quizás esa sí.

Fue entonces cuando recurrí a Carlos, nuestro fotógrafo.

Carlos, recomendado por una amiga, era conocido por su estilo espontáneo y su sentido del humor. Cuando le expliqué la situación, ni parpadeó.

—¿Se ha puesto blanco en dos bodas antes? —preguntó—. ¿Quieres que reciba una pequeña lección, ¿no?

Asentí. —No quiero arruinar el día, pero tampoco que robe el protagonismo otra vez.

Sonrió. —Déjamelo a mí.

Llegó el gran día.

Todo era como lo había soñado: las flores, la música, Javier esperándome en el altar con los ojos húmedos. Pronunciamos nuestros votos bajo un arco florido, y me sentí el centro del universo, como toda novia merece.

Y sí… Encarna apareció con el vestido.

Blanco. Plumas. Una abertura hasta el muslo. Caminó por el pasillo como si fuera una estrella. Los invitados intercambiaron miradas. Algunos incluso cuchichearon. Pero ella solo sonreía, como si todos la admiraran.

No dije nada. Solo miré a Carlos, quien asintió discretamente.

En el banquete, Encarna se movió como una celebridad: selfies, poses dramáticas con copas de champán, siempre en el centro de las fotos grupales.

Yo sonreí. Y esperé.

Al día siguiente, Carlos nos envió un adelanto de las fotos. Nos reunimos con la familia para el brunch y las proyectamos en la tele. Todos *”ohh”* y *”ahh”* ante las imágenes de la ceremonia: risas espontáneas, besos tiernos, brindis emotivos…

Hasta que llegaron las fotos del banquete.

Una de las novias riendo. Otra de mi padre bailando. Y entonces…

Una secuencia titulada:

*”La Otra Dama de Blanco.”*

Era Encarna. En cada foto —pero no como ella esperaba.

Carlos había editado su vestido para que se viera extraño. En una imagen, caminaba detrás de mí, pero la luz la hacía parecer una figura fantasmal. En otra, junto a Javier, con un pie de foto humorístico:

—¿Quién se saltó el memo sobre el blanco?

Mi favorita: una foto grupal donde todos lucían perfectos… y ella estaba desvanecida, como un detalle sin importancia.

La habitación estalló en risas. Hasta Encarna pareció confundida.

—Espera, ¿qué está pasando? —preguntó, frunciendo el ceño.

Carlos incluso incluyó una última diapositiva:

*”En Memoria de los Límites en Bodas (1992–2023)”*
Descansen en paz.

Javier atragantó con su zumo de naranja.

Encarna enrojeció. —¿Se supone que esto es gracioso?

Finalmente hablé:

—No, Encarna. Es un recordatorio. Este día no era sobre ti. Nunca lo fue.

Hubo un silencio incómodo. Ella miró a Javier, buscando ayuda. Pero él solo suspiró: —Mamá… esta vez te has pasado.

Para sorpresa de todos —incluida la mía—, se levantó, salió en silencio y no dijo ni una palabra más durante el brunch.

Una semana después, me llamó.

Su voz era más suave de lo que jamás había escuchado.

—Quería disculparme —dijo—. No me di cuenta del daño que hacía. Supongo que… me gustaba más la atención de lo que pensaba.

Me quedé sin palabras.

Siguió: —Las fotos fueron humillantes. Pero quizás lo necesitaba. Gracias por no gritar ni montar un escándalo. Lo manejaste con más elegancia de la que merecía.

Acepté su disculpa.

Y, fiel a su palabra, en la próxima boda familiar, seis meses después, Encarna llegó con un vestido azul marino. Sin plumas. Sin blanco. Sin drama.

Ahora, Javier y yo bromeamos diciendo que nuestro fotógrafo no solo capturó recuerdos, sino que restableció la justicia.

Encarna y yo quizá nunca seamos íntimasY ahora, cada vez que pasa frente a aquella foto en el pasillo donde aparece difuminada, solo sonríe y murmura: “Qué pillo ese fotógrafo”.

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MagistrUm
La suegra exigente que usó vestidos blancos en dos bodas: esta vez, el fotógrafo le dio una lección.