La suegra entrometida aparecía en mi casa como si fuera suya hasta que le devolví la visita.
A veces, la vida hace que el enemigo en casa no sea un desconocido, sino una suegra con sonrisa dulce y un tupperware lleno de albóndigas sospechosas. Me llamo Lucía, casada desde hace dos años, y como suele decirse, todo iba bien entre mi marido y yo hasta que su madre empezó a “calentar nuestro hogar” con demasiada frecuencia. Y con tal insistencia que hasta el cartero pasaba menos que ella.
Estaba guardando la compra en la despensa cuando, de repente, sonó el timbre. Abro la puerta. Por supuesto, ¿quién si no? Carmen, mi suegra.
Lucía, hola, ¡te he traído albóndigas! ¡De merluza! ¡Recién hechas! dice alegre mientras me alarga el táper.
Suspiré. Mi marido y yo odiamos el pescado desde niños. A mí me lo metieron a la fuerza de pequeña, y él, hijo de pescador, comió tanto que casi le salen branquias. Se lo hemos dicho. Varias veces. Pero mi suegra hacía como si nada.
Carmen, no comemos pescado Lo sabe.
¡Pero esto no se tira! Guárdalo, ya le darás a alguien se justificaba.
Pero no eran solo las malditas albóndigas. Venía cada vez más. Sin avisar. Sin llamar. Entraba como Pedro por su casa y empezaba sus “inspecciones”:
Ay, ¿qué queso es este? Nunca lo he probado, voy a llevarme un trozo. Y un poco de chorizo también, ya comprarás más. Por cierto, os he traído pescado ¡hay que saber compartir!
Con cada visita, sus exigencias crecían. Un día apareció con una amiga. Sin avisar. Sin pedir permiso.
Estábamos en la farmacia y nos entró frío. ¿Nos invitas a un café?
Mientras yo me quedaba petrificada en la puerta, ella ya rebuscaba en la nevera, sacando mermelada, queso, galletas, mientras su amiga se acomodaba en la mesa como si fuera suya.
Me sentía una extraña en mi propia casa. Mi marido se encogía de hombros “es mamá, es buena persona”. ¿Buena? La había visto esconder nuestra piña bajo el abrigo. Ya no era ayuda ni cariño, era una invasión descarada.
Así que urdí un plan. Sutil, pero contundente. Al día siguiente, llamé a mi amiga Sofía, compramos los sushis más picantes del barrio y, sin avisar, nos presentamos en casa de Carmen.
Hola, pasábamos por aquí y nos apetecía verte. ¡Te traemos sushis! Prueba sonreí, metiéndole el plato en las manos.
Mi suegra palideció. Odia el sushi. Una vez lo probó y desde entonces lo llama “ratas crudas sobre arroz”.
Siéntate, voy a ver qué tienes de bueno dije, yendo directa a su nevera.
Saqué un tupper de cocido, una ensaladilla rusa, un pastel todo a la mesa. Sofía ya se reía sin disimulo.
Ay, Carmen, ¿no te molesta? Te he traído sushi, es normal compartir, ¿no? añadí con falsa inocencia.
Carmen se quedó tiesa. Sin palabras. Lo había entendido. Entendió lo que se siente cuando alguien invade tu espacio.
Me fui agradeciéndole su “hospitalidad” y prometiendo volver pronto.
Desde entonces, todo cambió. Ahora llama antes de venir, sus visitas son pocas y discretas. Incluso nos trae lo que nos gusta de verdad. Nada de pescado. A veces, no hace falta discutir. Basta con enseñarles su propio reflejo.






