La suegra decidió quedarse
—¡No, no y mil veces no! ¡Doña Carmen, por fin entiéndalo, esto no puede ser! Tenemos un piso pequeño, más bien no es un piso, ¡sino un apartamento de dos habitaciones! — Víctor recorría la cocina agitando los brazos como un molino de viento.
—Ay, ¡por favor, Victorito! No digas dos, ¡son dos y media! La habitación del niño es pequeña, claro, pero a mí me cabe perfectamente. A Elena y a Juanito hay que ayudarles, ¡piensa un poco, el bebé necesita tanta atención! — La suegra cruzó los brazos sobre su amplio pecho y miró al yerno con una expresión que sugería que les estaba haciendo un favor al quedarse.
—Mamá, podemos solos, ¡de verdad! — Elena intervino con cautela desde la puerta de la cocina, cargando al bebé. —Víctor tiene razón, realmente no hay espacio.
—Elena, ¡no te metas en lo que no te importa! ¿Qué significa «podemos»? — La suegra hizo un gesto despectivo con la mano hacia su hija. — Tienes los ojos hinchados de no dormir, ojeras que ni el mejor corrector oculta, ¡estás tan delgada como un palillo! ¿Eso es «podemos»? ¡A este paso, no falta para el divorcio!
Víctor se detuvo en seco, respiró hondo y, con dificultad, respondió con calma:
—Doña Carmen, Elena y yo llevamos cinco años casados. En todo este tiempo ni siquiera hemos tenido una pelea seria. No creo que el bebé cambie eso.
—Ay, la juventud de hoy… ¡Lo sabéis todo! — La suegra puso los ojos en blanco. —¿Y lo de que las mujeres después del parto se ponen irritables, nerviosas, que necesitan cuidados especiales? ¿En eso no piensas? ¿Quién va a prepararle caldos e infusiones a tu esposa para que tenga leche?
Elena dejó escapar un quejido suave. Sabía que cuando su madre empezaba con los caldos y las hierbas, era inútil discutir. Mientras tanto, la suegra seguía:
—Ya he hecho las maletas y compré el billete de vuelta para dentro de dos meses. Me quedaré un tiempo, os ayudaré a organizaros y luego ya veremos.
—¿¡Dos meses!? — Víctor y Elena exclamaron al unísono.
Doña Carmen fingió no oírlos y se dirigió al recibidor, donde había dos maletas enormes.
—Víctor, ¿me ayudas a llevar mis cosas a la habitación del niño? Ah, y la cuna de Juanito la cambiaremos a vuestro dormitorio. A mí me basta con el sofá. No soy exigente.
Víctor miró desesperado a su esposa, pero ella solo levantó los hombros, impotente. Hacer frente al empuje de Doña Carmen era casi imposible. Sobre todo ahora, cuando ambos estaban agotados, sin dormir y sin fuerzas para discutir.
—Vale —refunfuñó Víctor entre dientes—, pero solo un mes, ni un día más.
—Un mes, dos… ¿Qué más da? — La suegra agitó la mano. — Ya veremos cómo van las cosas.
Elena forzó una sonrisa y se apresuró a ir al dormitorio para amamantar a Juanito, que empezaba a llorar. Víctor, cabizbajo, arrastró los pies hacia las maletas.
La presencia de la suegra cambió la dinámica familiar de inmediato. Doña Carmen asumió el papel de generala y lo controló todo: horarios de alimentación, paseos, baños del bebé, menús semanales e incluso los días que Víctor debía trabajar hasta tarde o volver temprano.
—¡Víctor, qué desastre! —exclamó una mañana mientras él se preparaba para el trabajo—. ¿Por qué no planchaste la camisa ayer? ¿Vas a ir arrugado? ¿Qué van a pensar tus compañeros?
—Doña Carmen, suelo planchar por la noche, pero ayer usted puso la telenovela a todo volumen, Juanito no dormía y tuve que mecerlo hasta medianoche —explicó, exhausto.
—¡Ahí lo tienes! —exclamó triunfante—. ¡Te lo dije, sin mí no podéis! Dame esa camisa, la plancharé rápido. Y recuerda: la tele es sagrada. Llevo cuarenta años viendo telenovelas por la noche, ¡no voy a romper la tradición!
Tras una semana así, Víctor sintió que enloquecía. Ya no podía hablar tranquilo con su esposa porque la suegra siempre intervenía. No podía cargar a su hijo sin recibir consejos. Ni comer sin comentarios sobre cada bocado.
—Elena, tenemos que hablar —susurró Víctor cuando la suegra salió al supermercado—. Esto no puede seguir. Tu madre ha invadido nuestras vidas.
—Lo sé —suspiró Elena—, pero ¿qué puedo hacer? Ya la conoces: si se le mete algo en la cabeza, no hay quien la convenza. Y si la echo, se ofenderá y me lo recordará siempre.
—¿Y qué, viviremos los tres… los cuatro, contando a Juanito? —Víctor contenía la irritación—. ¡Elena, esto no es normal! ¡Es nuestra familia, nuestro hogar!
—Lo sé —respondió ella, apenada—, pero ayuda. Duermo más, descanso cuando ella pasea a Juanito… ¿Podemos aguantar? Dijo que eran solo dos meses.
—¿En serio te lo crees? —replicó Víctor—. Para mí que ya planea vender su piso y mudarse para siempre.
En ese momento, la puerta se abrió: Doña Carmen volvía, y la conversación terminó.
Víctor cambió de táctica. Si no podía echarla, haría que se quisiera ir. Primero, se quedaba trabajando hasta tarde, pero la suegra simplemente ajustó su horario y le esperaba con la cena.
—Victorito, ¿así tratas a tu familia? —decía, sirviéndole sopa a las once—. El hombre debe estar en casa.
—Tengo un proyecto —murmuraba él, deseando huir.
Luego, intentó ser un vecino insoportable: música alta, cosas desordenadas, deportes en vez de telenovelas. Pero Doña Carmen era dura: usaba tapones, ordenaba sus cosas y grababa sus series en un VHS que trajo consigo.
—¿Estás en guerra conmigo? —preguntó un día—. Pierdes el tiempo, cariño. Soy paciente. Y solo estoy aquí por el bien de vuestra familia.
Víctor no supo qué responder. Sabía que había ido demasiado lejos.
Una mañana, escuchó a la suegra hablar por teléfono:
—Sí, Fina, ¡qué suerte! El piso es pequeñito, Elena no sabe con el niño, y el yerno… Bueno, ¿a dónde irá? Se acostumbrará. Hasta pensé en alquilar mi casa… ¡Dinero extra nunca sobra!
A Víctor se le nubló la vista. ¡Era cierto! Planeaba quedarse para siempre. Había que actuar.
Esa noche, buscó en las maletas y encontró el billete de vuelta: un tren en tres días. Tenía poco tiempo.
Al día siguiente, llegó temprano con un ramo enorme.
—Para usted, Doña Carmen —dijo, sonriente—. Gracias por su ayuda.
Ella, sorprendida, aceptó los flores.
—Pensé que podríamos hacer algo cultural mañana —propuso Víctor—. ¿Le gustaría ir al teatro? Tengo entradas.
La suegra se ilusionó.
—¡Ay, Victorito, qué bien! ¿Qué obra es?
—Sorpresa —sonrió él.
Esa noche, la suegra estuvo más tranquila. Elena lo miraba extrañada.
Cuando Doña Carmen se acostó, Víctor le contó su plan a Elena.
—¡Pero es mentira! —protestó ella—. ¡Mamá se enfadará!
—¿Y loAl día siguiente, mientras el taxi se acercaba a la estación de tren en lugar del teatro, Doña Carmen comprendió la jugada, pero al ver las lágrimas en los ojos de su hija y la determinación de Víctor, suspiró, cogió su maleta, y murmurando algo sobre “jóvenes ingratos”, subió al tren con la promesa de visitarlos en Navidad, no antes.