La suegra siempre sabe más
Lucía se sobresaltó con el repentino timbre del teléfono. En la pantalla brillaba «Carmen Álvarez». Era la tercera llamada de la mañana. Respiró hondo, juntó fuerzas y pulsó el botón verde.
—Dime, Carmen, te escucho.
—Lucía, ¿por qué no coges el teléfono? —la voz de la suegra goteaba reproche—. ¡Llevo llamándote media mañana!
—Estaba haciendo unas gachas para Martita, tenía las manos ocupadas —mintió Lucía, aunque en realidad no quería discutir por centésima vez su estilo de crianza.
—¡Otra vez con las gachas! Te lo he dicho mil veces: los niños necesitan proteínas. Mi Javier creció a base de ternera, ¡mira qué fuerte está! Y tu Martita está pálida, parece que se la lleve el viento.
Lucía cerró los ojos y contó hasta cinco. Su hija solo tenía tres años y el pediatra confirmó que su desarrollo era normal. Pero claro, había heredado la complexión de la familia paterna.
—Carmen, también come carne. Hoy habrá albóndigas.
—¡Mejor! Justo por eso llamo. Pasaré por vuestra casa luego y traeré un caldo de pollo, con hueso, como le gusta a Javier. Y unas croquetas, con mi receta secreta. No como esas… albóndigas tuyas.
El tono con que pronunció «albóndigas» rezumaba un desdén que casi las convertía en veneno.
—No te molestes, por favor. Tenemos de todo —intentó objetar Lucía.
—¡Vaya manera de hablar! ¿Acaso no puedo ver a mi nieta? ¿Me lo vas a prohibir?
Ahí estaba la magia de Carmen: convertir cualquier negativa en un acto de barbarie.
—Claro que no. Pasa cuando quieras —cedió Lucía.
Al colgar, apoyó la frente contra el cristal frío de la ventana. Afuera, unos copos de nieve bailoteaban sobre las ramas desnudas. Noviembre había sido gris y húmedo.
—Mamá, ¿con quién hablabas? —Martita asomó por la puerta de su habitación, abrazando su conejo de peluche desgastado.
—Vendrá la abuela Carmen esta tarde —sonrió Lucía, forzando entusiasmo.
—¿Otra vez dirá que como poco? —la niña frunció el ceño.
A Lucía se le encogió el corazón. Hasta una cría de tres años notaba las críticas constantes.
—La abuela te quiere mucho y desea que crezcas sana y fuerte.
Martita no pareció convencida, pero asintió y volvió a sus juegos.
Lucía se puso a limpiar. Aunque ella y Javier preferían un caos creativo, antes de la visita de Carmen la casa debía relucir. Si no, llegarían los comentarios: «Esto es un pocilga. Hasta los microbios se mudarían».
En dos horas fregó suelos, quitó el polvo e incluso hizo un pastel de manzana, su único logro culinario que Carmen siempre elogiaba.
Javier llegaría a la hora de comer. Ambos teletrabajaban —él como programador, ella diseñadora—, pero hoy tenía una reunión importante en la oficina.
El timbre sonó a las dos en punto. Carmen Álvarez era puntual como un reloj suizo.
—¡Hola, nuera! —entró como una tormenta, cargada de bolsas, una mujer bajita y regordeta con el pelo teñido de castaño—. ¿Y mi princesita?
Martita asomó tímidamente.
—¡Ven aquí, mi vida! ¡La abuela te ha traído regalitos!
La niña se acercó y, muy seria, extendió su manita para un beso. Carmen le había enseñado ese gesto, insistiendo en que «las niñas deben ser damas desde pequeñas».
—Eso es para señoritas —la abuela la abrazó—. Cuando tengas dieciséis, los chicos te besarán la mano. A la abuela se le da un beso en la mejilla.
Lucía puso los ojos en blanco cuando Carmen no miraba. Las contradicciones educativas de su suegra eran interminables.
—Carmen, déjame ayudarte con las bolsas.
—Sí, llévalas a la cocina. ¡He preparado de todo! Javier necesita comer bien, no esas… cosas rápidas.
En la cocina, Carmen tomó el mando:
—Lucía, tráeme la olla grande. No, esa no, que es de plástico barato. ¿Y el pan? ¿Lo guardáis en la nevera? ¡El pan se pone correoso ahí!
Lucia obedecía en silencio. Después de seis años de matrimonio, ya sabía que, para su suegra, «correcto» solo significaba «como yo lo hago».
—Martita está muy pálida —observó Carmen, sacando tarros de conservas caseras—. ¿La sacáis a pasear? ¿Le dais vitaminas?
—Sí, salimos todos los días si el tiempo lo permite. Y toma un complejo vitamínico que recetó el pediatra.
—¡Pediatra! —bufó Carmen—. ¿Qué sabrán esos médicos jóvenes? En mis tiempos…
«Allá vamos», pensó Lucía.
—¡Antes los niños jugaban en la calle de sol a sol! ¡Y se curtían! A Javier lo sacaba con cualquier clima. Y míralo, sano como un roble.
Lucía calló, aunque bien podría haber recordado que su marido pasaba los inviernos con bronquitis y amigdalitis crónica.
—Carmen, he hecho un pastel. ¿Quieres café?
—Primero la comida. Las cosas en orden. ¿Y Javier? ¿Por qué no está?
Como por arte de magia, sonó la cerradura.
—¡Ahí está! —exclamó Carmen.
Javier entró, mirando con sorpresa la colección de zapatos en el recibidor.
—¿Mamá? ¿Por qué no avisaste que venías?
—¡Si llamé a Lucía esta mañana! —protestó la suegra.
Lucía lanzó una mirada de disculpa a su marido. Entre tareas, olvidó avisarle.
—Hola, mamá —Javier la abrazó—. ¿Cómo estás?
—¿Cómo voy a estar? Con la tensión por las nubes, las piernas hinchadas… Pero yo no me quejo. Sobrevivimos sin molestar a nadie.
Esa frase era otro clásico: «No me quejo» (seguido de una lista de dolencias) y «sin molestar» (traducido: «visítame más»).
—Desvístete, que caliento la comida. ¡Me he levantado temprano para hacer tus platos favoritos!
Javier miró a Lucía con culpabilidad. Sabía lo que esos almuerzos suponían para ella.
Durante la comida, Carmen desgranó recuerdos de la infancia perfecta de Javier.
—¡Con cuatro años ya leía! ¡Y recitaba poemas como nadie! Martita, ¿tú aprendes poesía?
La niña jugueteaba con el tenedor.
—Sabe varios —intervino Lucía—. Cariño, dile a la abuela el del osito.
—No quiero —refunfuñó Martita.
—¿Lo ves? —Carmen alzó las manos—. La niña no socializa. Deberíais llevarla a la guardería.
—Mamá, ya hablamos de eso —terció Javier—. Esperaremos hasta los cuatro años.
—¿Esperar? —Carmen elevó la voz—. ¡Yo te llevé con dos y saliste normal! Pero esta parece una fiera. Tímida, no come…
Martita apartó el plato.
—¿Puedo ir a jugar?
—No —sentenció Carmen—. Primero terminas.
—Termina la croquetita, cielo —dijo Lucía, aunque hervía por dentro.
La niña tragó un trozo con evidente esfuerzo.
—Así me gusta —asintió la abCuando, una semana después, Carmen volvió a llamar para anunciar que enseñaría a Martita a hacer torrijas (“porque las niñas deben aprender a cocinar, no como esas modernas que solo saben pedir comida por el móvil”), Lucía y Javier se miraron, resignados pero sonrientes, porque al fin y al cabo, aunque su manera de amar fuera agotadora, la abuela Carmen siempre lo hacía con la mejor intención.