La suegra tiró mi sopa con las palabras: «Yo te enseñaré a cocinar», pero después fui yo quien le enseñó a vivir bajo un horario en la residencia de ancianos que compré con mi propio dinero.
La tapa de la olla resonó suavemente al caer sobre la encimera. Apagué el fuego y me sonreí, cansada, a mi reflejo en el armario de la cocina.
Una sopa caliente y sustanciosa. Cuando Javier volviera del trabajo, cenaríamos en familia.
Entró en la cocina sin disimulo mi suegra, Carmen Martínez. Se movía por mi pequeño piso como una inspectora, y su mirada se deslizó sobre mí con ese desdén apenas disimulado que ya conocía.
—¿Qué es esto?
—Sopa. Caliente.
Sin pedir permiso, tomó un cucharón, probó un poco y llevó la cuchara a los labios. Su rostro se torció como si hubiera probado veneno. Me quedé quieta, sabiendo lo que vendría.
—Esto… — buscó las palabras, mirándome con abierto asco—. Esto es incomible. Agua. Sabe a pura nada.
Un segundo. Y entonces volcó toda la olla en el fregadero.
El caldo, la carne, las verduras, todo en lo que había invertido mi última hora después del trabajo, desapareció en el remolino del agua.
Miré la olla vacía. Luego a ella.
—No te preocupes —dijo, dándome una palmadita condescendiente en el hombro, gesto que solo empeoró las cosas—. Yo te enseñaré a cocinar. Para mi hijo.
En ese momento, Javier asomó por la cocina, atraído por el ruido. Vio la olla vacía, los salpicones en el fregadero y el rostro tenso de su madre.
—Mamá, ¿qué ha pasado? Ana, ¿estás bien?
—Nada, hijito —Carmen tomó la iniciativa—. Anita está cansada y quería darnos comida prefabricada. Pero aquí estoy yo, lo arreglaré. Ahora mismo prepararé una cena de verdad.
Javier me miró. Y en sus ojos no hubo apoyo. Solo ese cansancio antiguo, ese ruego silencioso: «Por favor, no empieces».
Había crecido bajo esa presión. Para él, un conflicto era peor que la humillación. Y no empecé. En silencio, tomé una esponja y limpié el fregadero.
Mi debilidad estaba ahí: en querer preservar esa paz frágil por un hombre que temía el enfrentamiento con su madre.
—Mira, esto es lo que hay que hacer —Carmen ya daba órdenes, revisando la nevera—. La carne debe ser de otra calidad. Y el sofrito, no se hace así.
Hablaba, pero yo no oía sus palabras.
Solo sentía cómo su voz, su presencia, me expulsaban de mi propia cocina, de mi vida. No había tirado solo la sopa. Me había recordado mi lugar.
Lucas, nuestro hijo de cinco años, entró corriendo y se abrazó a mi pierna.
—Mamá, tengo hambre.
—Ahora la abuela cocinará —respondió Carmen por mí, sin volverse—. La abuela lo hará bien. No como algunas.
Me incliné hacia mi hijo y lo abracé. Sus bracitos me rodearon el cuello, y solo eso me contuvo de gritar.
Miré la espalda de mi suegra, que ya picaba verduras con mis cuchillos como si fueran suyos, y no pensé en la ira.
No. Pensé en que algunas lecciones debían aprenderse muy bien. Especialmente, cómo enseñar a otros.
Las «lecciones» comenzaron al día siguiente. Carmen, que antes venía dos veces por semana, ahora aparecía cada día.
Su «ayuda» se convirtió en control absoluto. Reorganizó los armarios, tiró mis especias favoritas. Esa noche, hablé con Javier.
Esperé a que Lucas se durmiera y me acerqué a mi marido, que trabajaba en su portátil.
—Javi, necesitamos hablar de tu madre.
—Ana, por favor, estoy agotado —ni siquiera levantó la vista—. ¿Qué pasa ahora? Ella solo ayuda.
—No ayuda. Me está echando de mi propia casa. Todo lo hace a su manera.
—Solo quiere que comamos bien. Es su forma de ser. ¿Tan difícil es darle las gracias? —se frotó las sienes—. Sabes que discutir con ella no sirve de nada. Es más fácil ceder.
Más fácil. Era su lema de vida con su madre.
Mi siguiente intento fue aún más patético. Decidí hablar directamente con ella.
—Carmen, le agradezco su preocupación, pero me gustaría llevar la casa por mí misma.
Me miró, y en sus ojos brilló un triunfo malicioso. Suspiró exageradamente:
—¡Lo sabía! ¡Estorbo! Perdóname, Anita, por meterme. Vieja tonta, solo quería lo mejor. Por el nieto, por Lucas…
Dramáticamente, agarró su bolso. Javier, que salió en ese momento, solo vio el final de la escena. Su rostro se endureció.
—Ana, ¿estás echando a mi madre?
Había perdido otra vez. Y esta vez, parecía la villana.
La presión aumentó. Ahora criticaba no solo la comida, sino cómo criaba a Lucas. Era demasiado blanda. Le dejaba ver dibujos. Le vestía mal.
Mientras, a escondidas, le daba chocolates que le provocaban alergia.
«Es nuestro secreto —le susurraba al niño—. No se lo digas a mamá, es muy estricta».
De noche, cuando todos dormían, me refugiaba en mi portátil. Era mi único mundo.
Trabajaba como diseñadora freelance. Javier lo consideraba un «hobby», sin entender que era mi única independencia.
El punto de quiebre llegó un jueves. Lucas despertó con tos. Llamé al médico, seguí sus indicaciones y lo dejé descansando.
Carmen, por supuesto, apareció para «salvar» a su nieto.
Tenía que ir a la farmacia. Le rogué que no hiciera nada hasta mi regreso.
—Solo té con miel, ¿vale? Nada más.
—Claro, claro. Ve. La madre sabe más.
Volví en cuarenta minutos. Un fuerte olor a alcanfor y vinagre llenaba el aire. Corrí a la habitación.
Lucas jadeaba, su cara cubierta de ronchas rojas.
—¿Qué ha hecho?
—¡Curarlo! —dijo orgullosa—. Un remedio de mi madre. ¡No como vuestra química!
Llamé a emergencias. Manos temblorosas. Dirección. «Niño de cinco años, no puede respirar».
Javier llegó pálido, asustado.
—Hijo, ¡estaba salvando a Lucas! —gritó Carmen—. ¡Ana casi lo mata con sus pastillas!
Los médicos llegaron. Inyección. Oxígeno. Y palabras terribles: «Reacción alérgica severa. Media hora más, y sería tarde».
Sacaron a mi hijo en camilla. Miré su cuerpecito inerte, el terror en los ojos de Javier, y la satisfacción en el rostro de Carmen.
Basta. La Ana que quería complacer a todos murió allí.
Me acerqué a mi suegra. Hablé muy bajo, pero cada palabra resonó como una piedra en un pozo.
—No. Volverá. A tocar. A mi hijo.
Javier se estremeció.
—Ana, ella solo quería ayudar…
Lo miré, fría.
—Casi mata a nuestro hijo. Si no lo ves, la puerta está abierta. Puedes irte con ella.
—¡No tienes derecho! —chilló Carmen.
—Lo tengo —dije, sintiendo por primera vez el suelo firme bajo mis pies—. Es mi casa. Y mi hijo.
No esperé su reacción. Me fui al hospital. Esa noche, junto a la cama de Lucas, abrí mi portátil.
Acepté un gran proyecto que antes