La suavidad engañosa de la calma

El sol poniente tiñó el vestíbulo de oro cuando el teléfono sonó por última vez. Carmen suspiró, aliviada de colgar.
«Madre mía», pensó, apoyada contra la encimera de la cocina. «La llamada fue amable, Elena hasta sonriente por su cumpleaños, pero desde el ‘hola’ sentí ese nudo en la garganta, ese deseo de escapar».

Su ansiado descanso, ese que por fin coincidía con el de Javier. ¿Tendría que malgastarlo en la casa de campo de su suegra en Córdoba? Mil rincones de España clamaban por ellos: la playa, la montaña… Cualquier sitio, menos allí. Lo había insinuado, claro. Pero Javier, férreo, sacudió la cabeza. Era así de criado. Respeto a los mayores. Alegrar a los padres con la visita. Cuasi obligación.

* * *
—Carmen, ya los veo una vez al año. ¿Quieres que encima dejemos de ir en verano? ¡Acabarán por olvidar que tienen otros abuelos en Segovia!
—Cariño… ¿Alguna vez has pensado que quizás estas visitas solo las necesitas tú?
—¿Qué quieres decir? —Javier frunció el ceño, sorprendido.
—Que tus padres llevan su vida lejos. Bien así. No sufren por no ver a los nietos. Les basta.
—Carmen, ¿cómo se te ocurre?
—Tu madre solo me pide fotos bonitas o vídeos del pequeño, ¿verdad? Jamás pregunta cómo están, qué tal en el cole, si están sanos. Sus nietos son solo una foto para presumir con las amigas. Pura fachada. Ni le interesan nuestros quebraderos de cabeza.
—Eso no. Es por la distancia. Si viviéramos cerca… podría cuidar de Nico, recoger a los mayores del cole… Sería distinto.
—Javier… Mi madre vive en Zaragoza, pero para ella no hay distancia que valga ante una urgencia. Como Chip y Chop, siempre dispuesta. El año pasado, ¿cuántas veces pidió permiso, compró billete de AVE y voló aquí? ¿Nosotros con tus padres? Ni media.
—Claro, tu madre es un ángel. Se lo agradezco siempre. Es nuestra tabla de salvación.
—Exacto. Cuando vamos, ella vive por y para los niños. Paseos, bicis, chapuzones en el río, perseguir balones… ¡Les adora y ellos a ella! Así debe ser. Cariño, calor.
—Carmen, la gente es distinta. Tu madre tiene un alma joven. Los míos son mayores, de otra pasta. ¿Qué? ¿Ya no vamos?
Carmen calló un instante. Apretó los labios, conteniendo algo. Pero no sería hoy.
—Allí… no estoy a gusto. Ni los niños. Es como… indefinible.
—¿Cómo? ¿Por qué? La finca es preciosa, cada uno su cuarto, limpio, cómodo… ¿Qué más?
—Javier, tú sabes que hay un refrán: “Camino de la vida, unos echan la hiel y otros la manteca”. Así me siento allí. Justo así.
—No me lo esperaba. ¿Por qué callabas? Siempre creí que todos estábamos bien. Iba de perlas: verlos y que pasarais bien. ¿Qué falla?
—Todo. Desde el momento que pisamos su mundo ordenado, su paz se desbarrota. Se nota.
—¿Desbarrota? Carmen, estás imaginando cosas. Te vuelves muy susceptible.
—Mi vida, allí tú ayudas sin parar a tu padre, atiendes a tu madre… Te pierdes. Yo sí veo todo. Las pullas sutiles de tu madre, la mirada ácida de tu padre. ¿Crees que es agradable? Diez años casada, ¿y aún creo que Elena no asimila que soy tu mujer? Quizá ni siquiera soporta que la hayas puesto a ella en segundo lugar.
—¡Carmen, eso no! —La voz de Javier se tensó, deseando cortar esa conversación agria.
—Escucha. Iremos. Pero tú, observa. Con atención. De verdad. Así quizá lo entiendas. Y dejas de enfadarte pensando que soy una exagerada.
Así quedó.

* * *
*Carmen hizo las maletas en silencio. Javier, como un nublado, iba y venía. Sus palabras habían calado hondo.*
*El trayecto a Jaén fue largo. Cuatro horas. Carmen forzó la alegría: cantos, juegos con los pequeños en el asiento trasero del Seat. Sabía que sus palabras dolían, pero callar ya no podía.*
Llevar años siendo la nuera perfecta fue peor. Sonrisas siempre. No responder ni a las puñaladas verbales de su suegra ni a los comentarios ácidos sobre sus hijos. Huía del conflicto. Error fatal. Elena, sintiéndose reina, remarcaba cada fallo con una punzada. Todo era culpa de Carmen. Los niños, barulleros — mala madre. Javier, delgado — mala esposa, no lo alimenta. La falda que llevaba, quizás demasiado corta para su edad. En fin, a Elena Martínez ninguna cosa le venía bien con Carmen Rojas. Harta ya del peso constante, esta vez sería distinta.

—¡Bienvenidos, hijos! —Elena sonreía en la puerta, fachada perfecta de dicha—. Entrad, entrad
El automóvil avanzaba por la carretera, alejándose para siempre de aquel ambiente opresivo, mientras el sol tibio de la mañana acariciaba sus corazones reconfortados con la promesa de días auténticos por vivir juntos.

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La suavidad engañosa de la calma