—¡Mamá, no me digas que lo has olvidado! —gritó Lucía al entrar en el recibidor, arrojando su costoso bolso sobre el sofá—. ¡Por Dios, mamá! ¡Te lo dije hace un mes!
Isabel García se volvió lentamente desde el espejo donde se arreglaba sus canas. Sus manos temblaban levemente, pero su mirada permanecía serena.
—¿De qué hablas, cariño? —preguntó en voz baja.
—¡¿De qué va a ser?! —Lucía señaló el calendario con rabia—. ¡Del cumpleaños de Álvaro! ¡Mañana cumple quince años! ¿O es que vuelves a estar en la luna?
—No, lo recuerdo… —Isabel se sentó en el sillón, entrelazando sus manos—. Solo pensaba que quizá no hacía falta tanto alboroto…
—¿No hacía falta? —Lucía se quedó inmóvil, clavando los ojos en su madre—. ¡Es mi hijo! ¡Tu nieto! ¡Quince años! ¿Y tú me dices que no hay que celebrarlo?
Isabel suspiró. Sabía lo que venía. Siempre igual cuando Lucía llegaba con Álvaro los fines de semana. Su hija nunca había sido paciente, pero después del divorcio, todo empeoró.
—Lucía, cálmate. Lo tengo todo: el regalo, el pastel encargado en la pastelería… —contestó agotada—. Solo pensaba que quizá él no quiera fiesta. Está tan callado últimamente…
—¿Callado? —bufó Lucía—. ¡Es un adolescente! Todos están callados con los adultos. Pero eso no significa que no merezca su día. ¡Hay que demostrarle que lo queremos!
Un crujido en el pasillo anunció la presencia de Álvaro: alto, delgado, con un pelo oscuro rebelde y los ojos serios de su padre.
—Hola, abuela —murmuró, evitando la mirada de su madre—. ¿Por qué gritáis?
—No gritamos, hablamos de tu cumple —Lucía cambió al instante su tono por uno dulce—. ¡Mañana es tu día, cariño! La abuela ha pedido un pastel, yo traigo regalos…
—No quiero nada —masculló Álvaro, dejándose caer en el sofá—. Déjalo.
—¿Cómo que no? —se indignó Lucía—. ¡Quince años no se cumplen todos los días!
Álvaro se encogió de hombros y se hundió en el móvil. Isabel lo observó con inquietud. Algo le pasaba. Desde hacía meses, cada visita lo volvía más distante.
—Álvarito, ¿qué te gustaría de regalo? —preguntó suavemente.
—Nada —respondió sin levantar la vista.
—¿Cómo que nada? —Lucía se sentó a su lado—. ¿Un móvil nuevo? ¿O actualizamos el ordenador?
—Mamá, déjame —gruñó Álvaro, levantándose—. Voy a mi cuarto.
—¿Ya? ¡Si acabamos de llegar! Vamos a pensar a quién invitar…
—¡A nadie! —giró bruscamente—. ¿Está claro? ¡Quiero estar solo!
—Pero ¿por qué? —preguntó Lucía, desconcertada—. Siempre te gustaron las fiestas…
—Antes… —Álvaro sonrió con amargura—. Antes todo era distinto. Ahora no finjamos que estos cumples os importan.
Salió, cerrando la puerta de un portazo. Lucía se quedó boquiabierta.
—¿Qué le pasa? —miró a su madre—. ¡Antes era tan alegre!
Isabel respiró hondo. Sabía lo que sufría su nieto por el divorcio, atrapado entre los reproches de ambos.
—Siéntate, Lucía —rogó—. Hablemos.
—¿De qué? —paseaba nerviosa—. ¡Está claro! Sergio lo pone en mi contra. ¡Siempre sabe cómo!
—No es Sergio —dijo Isabel con cuidado—. Álvaro está cansado. De vuestras peleas, de ir de una casa a otra…
—¿Qué peleas? —se indignó Lucía—. ¡Nos divorciamos civilizadamente!
—¿Civilizadamente? —Isabel negó con la cabeza—. Te oigo cuando hablas con su padre. Las indirectas, la lucha por el tiempo con él…
—¡Lucho por mi hijo! —saltó Lucía—. ¡Es mío!
—Y de él también. Y el niño lo sabe. Se parte en dos —Isabel se acercó—. Quizá debas pensar en él, no en ti.
—¡Solo pienso en él! —Lucía se apartó—. ¡Por eso quiero celebrarlo!
—¿Y si mejor le das paz? Que sienta que puede estar tranquilo.
Lucía miró por la ventana. La lluvia teñía Madrid de gris.
—¿Estás contra mí? —susurró—. Como todos.
—Estoy por Álvaro. Y por ti. Pero lo que creemos correcto, a veces no lo es.
—¿Qué quieres decir?
Isabel volvió a sentarse.
—Cuando eras pequeña, yo también creía saber qué era mejor para ti. Clases de piano en vez de pintura. Baile en vez de fútbol. ¿Y sabes? Al final lo hiciste todo al revés. Porque nunca te escuché.
—¿Y esto qué tiene que ver?
—Todo. Álvaro no quiere fiesta. Lo ha dicho. Y tú no lo oyes.
—¡Es un niño! ¡No sabe lo que quiere!
—¿Y nosotros sí? —Isabel sonrió triste—. Con setenta años, he aprendido que los niños suelen saberlo mejor. Solo falta escucharlos.
Lucía se acercó.
—Mamá, tengo miedo de perderlo —confesó—. Desde el divorcio, es como un extraño. Pensé que una fiesta le demostraría mi amor.
—Él ya lo sabe —Isabel le tomó la mano—. Pero ahora necesita calma. Estabilidad.
—¿Y qué hago? ¿Ignorar su cumple?
—Pregúntale. Qué quiere, cómo lo imagina. Y hagámoslo así.
Lucía dudó. La lluvia arreciaba.
—Vale —aceptó al fin—. ¿Y si no quiere nada?
—Entonces, estaremos ahí. A veces, eso basta.
Otro crujido. Álvaro apareció en la puerta.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—Claro, cariño —Isabel le sonrió.
Se sentó, jugueteando con un cojín.
—Perdón por gritar —murmuró—. Es que… estoy harto.
—¿De qué? —preguntó Lucía.
—De que tú y papá me preguntéis si estoy bien, si me tratan mal… ¡Cuando vosotros ni siquiera podéis hablaros sin pelear!
—Nos esforzamos…
—¡No! —Álvaro alzó la voz—. Mamá, oigo cómo insultas a papá por teléfono. Y él me dice que no confíe en ti. ¿Eso es esforzarse?
Lucía palideció. No creía que notara tanto.
—Álvarito, lo siento… —balbuceó.
—¿Sabes lo que quiero? —susurró él—. Que dejéis la guerra. Que podáis estar en la misma habitación sin tiraros pullas. Que pueda querer a papá sin sentirme traidor.
Lucía se arrodilló ante él.
—Perdóname —rogó—. No entendía…
—¿Qué no entendías? ¿Que yo también sufro?
—Pensé que te protegía.
—¿De papá? —Álvaro negó—. Lo quiero igual que a ti. ¿Por qué no puedo quereros a los dos?
—Puedes —dijo Isabel—. Y debes.
Lucía asintió.
—Sí. Pero no sé cómo arreglarlo.
—Empecemos por mañana —propuso Álvaro—. Si queréis fiesta, que venga papá.
Lucía se tens—Está bien —susurró Lucía, tomando aire—, lo llamaré, y esta vez, solo por ti, habrá paz.