**Diario de una tarde reveladora**
—¡Mamá, no me digas que lo olvidaste! —gritó Lucía al entrar en el recibidor, dejando caer su bolso de diseño sobre el sofá—. ¡Te lo dije hace un mes!
María de los Ángeles, con el pelo gris aún perfecto, se volvió lentamente desde el espejo. Sus manos temblaban levemente, pero su mirada estaba serena.
—¿De qué hablas, cariño? —preguntó con calma.
—¡¿De qué va a ser?! —Lucía cruzó los brazos—. ¡Del cumpleaños de Pablo! Mañana cumple quince. ¿Otra vez estás en las nubes?
—No, lo recuerdo… —María se sentó en el sillón, entrelazando los dedos—. Solo pensaba que quizá no hacía falta tanto ruido…
—¿No hacía falta? —Lucía la miró fijamente—. ¡Es mi hijo! ¡Tu nieto! ¿Quince años no son importantes?
María suspiró. Sabía lo que venía. Cada vez que Lucía llegaba los fines de semana con Pablo, era igual: explosiva, exigente. Y desde el divorcio, peor.
—Tranquila, Lucía. Compré un regalo y encargué una tarta en la pastelería —dijo cansada—. Pero él ha estado tan callado últimamente…
—¿Callado? —bufó Lucía—. ¡Es un adolescente! Con los adultos así son. Pero eso no significa que no merezca una celebración. ¡Al contrario, hay que demostrarle que lo queremos!
Un crujido en el pasillo. Pablo apareció, alto y delgado, con el pelo oscuro revuelto y los ojos serios de su padre.
—Hola, abuela —murmuró, evitando la mirada de su madre—. ¿Por qué gritáis?
—No gritamos, hablamos de tu cumple —Lucía cambió el tono, dulzón—. ¡Mañana es tu día, cielo! La abuela ha pedido una tarta, y yo traigo regalos…
—No hace falta —murmuró Pablo, hundiéndose en el sofá—. Paso.
—¿Cómo que pasas? —Lucía se indignó—. ¡Quince años son una fecha especial!
Él se encogió de hombros y se enfrascó en el móvil. María lo observó con preocupación. Algo le pasaba: cada visita era más distante, casi no hablaba, y con su madre, monosílabos.
—Pablito, ¿qué te gustaría de regalo? —preguntó suavemente.
—Nada.
—¿Nada? —Lucía se sentó a su lado—. ¿Un móvil nuevo? ¿O actualizamos el ordenador?
—Mamá, déjame —se levantó de un salto—. Voy a mi cuarto.
—¡Pero si acabamos de llegar! —protestó Lucía—. Vamos a planear, a ver a quién invitamos…
—¡No quiero a nadie! —giró brusco—. ¿Entendido? ¡Solo!
—Pero… ¿por qué? —preguntó desconcertada—. Antes te encantaban las fiestas.
—Antes… —Pablo torció la boca—. Antes las cosas eran distintas. Ahora no finjamos que esto os importa.
Salió dando un portazo. Lucía se quedó muda.
—¿Qué le pasa? —miró a María—. ¡Siempre fue tan alegre!
María respiró hondo. Lo veía sufrir desde el divorcio, atrapado entre reproches.
—Siéntate, hija —indicó—. Hablemos.
—¿De qué? —paseaba nerviosa—. ¡Está claro! Javier lo pone en mi contra.
—No es eso —María bajó la voz—. Está cansado. De vuestras peleas, de ir de una casa a otra…
—¿Qué peleas? —se indignó—. ¡Nos separamos civilizadamente!
—¿Civilizadamente? —María negó con la cabeza—. Os oigo por teléfono. Cómo os reprocháis, cómo calculáis el tiempo con él…
—¡Lucho por mi hijo!
—Y él también es de Javier. Pablo lo sabe. Se parte entre los dos —María se acercó—. Piensa en él, no en ti.
—¡Solo pienso en él! —Lucía se apartó—. Por eso quiero celebrarlo. ¡Que se sienta querido!
—¿Y si necesita paz? ¿Estabilidad?
Lucía miró por la ventana. La lluvia caía sobre Madrid, gris.
—¿Estás en mi contra? —susurró.
—No. Estoy con Pablo. Y contigo. Pero a veces lo que creemos correcto… no lo es.
—¿Qué dices?
María dudó antes de hablar.
—Cuando eras pequeña, yo decidía por ti: música en vez de pintura, baile en lugar de deporte. Creía que era lo mejor.
—¿Y?
—Y creciste rebelde. Porque no te escuchaba.
—¿Qué tiene que ver?
—Todo. Pablo no quiere fiesta. Lo ha dicho. Y tú no oyes.
—¡Es un niño! ¡No sabe lo que le conviene!
—¿Y los adultos sí? —María sonrió triste—. Con mis setenta años, veo que los niños saben. Solo que no les escuchamos.
Lucía se apoyó en el sillón.
—Tengo miedo de perderlo —confesó—. Desde el divorcio, hay un muro. Pensé que una fiesta lo acercaría.
—Él sabe que le quieres —María le tocó la mano—. Pero ahora necesita calma, no fingir.
—¿Y si no quiere nada?
—Pues estaremos ahí. A veces, eso basta.
Otro crujido. Pablo asomó, indeciso.
—¿Puedo entrar?
—Claro, nieto —María sonrió.
Se sentó, jugueteando con un cojín.
—Perdón por gritar —murmuró—. Estoy harto.
—¿De qué? —preguntó Lucía.
—De que tú y papá… —agitó las manos—. Me preguntáis si estoy bien, pero vosotros ni os soportáis. ¿Os dais cuenta?
—Nos separamos en buenos términos…
—¿Buenos? —Pablo levantó la vista—. Tras sus llamadas, paseas por la cocina maldiciendo. Él me dice que eres una histérica. ¿Así de buenos?
Lucía enmudeció.
—Y ahora queréis una fiesta —continuó él—. Sonreiréis, daréis regalos. Y yo sabré que es mentira. Que no podéis ni veros.
—¡Te queremos!
—¿Entonces por qué no habláis bien? ¿Por qué compito con quién quiero más?
—No es así…
—¡Lo es! —Pablo se tapó la cara—. Papá pregunta si te echo de menos. Tú qué dice él de ti. ¡Basta!
Se inclinó, voz quebrada.
—¿Sabéis lo que quiero? Que dejéis de guerrear. Que podamos estar los tres sin veneno.
Lucía cayó de rodillas.
—Perdóname —susurró—. No lo entendía…
—¿Qué no? ¿Que también siento?
María intervino.
—Escúchalo, Lucía.
—Lo haré —asintió—. Pero… ¿cómo lo arreglo?
Pablo alzó la vista.
—Empecemos por mañana. Si queréis celebrar, que venga papá.
—¿Qué? —Lucía palideció.
—Sois mis padres. Si es mi día, quiero a los dos.
—Pero…
—Llámale, mamá. Invítale. Por mí.
Lucía miró a María, que asintió.
—Vale —aceptó al fin—. Lo intentaré.
Pablo sonrió por primera vez.
—Entonces habrá fiesta. Solo cena en familia. Nosotros cuatro.
—¿Cuatro?
—Sí. Tú, yo, papá y abuela. Somos familia—Sí —dijo Lucía, secándose una lágrima—, lo somos, y mañana empezaremos a actuar como tal.