La Sombra del Gitano en la Nieve Blanca
El aire frío y cristalino de enero parecía haber absorbido para siempre el olor de las velas del árbol de Navidad y el amargo regusto de las lágrimas de mamá. Los últimos días en la ciudad pasaron como una secuencia borrosa y dolorosa. Aliciaahora se llamaba asíni siquiera pudo ir al carnaval del colegio. Mamá, entre lágrimas y con manos temblorosas, seguía cosiendo su disfraz de la Dama de la Montaña de Cobre, adornando el vestido verde con lentejuelas que brillaban como esmeraldas auténticas. Pero la fiesta nunca llegó. En su lugar, hubo un viaje interminable en tren, campos nevados tras la ventana que parecían un edredón gigante y un nudo helado de tristeza en el pecho.
Papá simplemente dejó de ser. No físicamente, no. Se desvaneció, se evaporó de sus vidas como si nunca hubiera existido. Luego llegó la abuela, su madre, con un rostro afilado y duro como un hacha. Sus palabras se clavaron en la memoria de Alicia para siempre, claras, afiladas y mortales: «Te aguantamos solo por mi hijo. Cada palo aguanta su vela. Vuelve a tu pueblo, de donde viniste. La manutención la pagará, pero nada más. Ningún contacto. Nin-gu-no.»
Y allí estaban, en la plaza nevada del pueblo, frente a la casa torcida pero acogedora de la abuela. Descargaban sus pocas pertenencias bajo la mirada curiosa de decenas de vecinos. Habían salido como a ver un espectáculo. Unos los observaban con una compasión silenciosa y amarga. Otros, con un regodeo mal disimulado. Alicia recordaba, por lo que su mamá le contaba, que esas mismas personas antes adulaban a la «señorita de ciudad» que se había casado bien. Ahora solo veían a una derrotada, expulsada de su pedestal.
Las vacaciones terminaron de golpe. El nuevo colegio la recibió con un silencio helado y miradas punzantes. Era la forastera. La oveja negra con vestidos de ciudad y moños que ahora le parecían ridículos. Las niñas, como una bandada de cuervos, se lanzaron sobre la nueva rareza.
¡Mira, Pinocho con falda! se oyó una risa chillona. ¡Las piernas, las piernas! ¡Parecen palillos!
Alicia se encogió, queriendo volverse invisible, pero sus miradas la atravesaban.
Después de clase, el infierno continuó. La nieve limpia y mullida que tanto la había atraído por la mañana se convirtió en un arma. Bolas compactas y cargadas de odio volaban hacia ella desde todas direcciones. Cada impacto era preciso y cruel, le quitaba el aliento y le hacía saltar las lágrimas. Cayó de rodillas, cubriéndose la cabeza, lista para rendirse, para desaparecer.
De pronto, la cacofonía de risas se convirtió en gritos de dolor y susto.
¡Dales caña, ciudadana! ¡Más fuerte! una voz alegre y descarada resonó sobre ella.
Alicia levantó la cara llena de lágrimas. Delante de ella, protegiéndola, había un chico. Moldeaba y lanzaba bolas de nieve con una velocidad y furia que hacía huir a los demás.
¡Corred! ¡Es el Gitano loco! gritó alguien.
Él se volvió hacia ella. Era como un gitano de cuento: piel morena, pelo negro y rebelde bajo una gorra vieja, ojos como carbones con chispas de alegría. Intentaba parecer rudo, con las manos en las caderas y una sonrisa descarada, pero su sonrisa era cálida.
¿Eres la nueva, la de la ciudad? Yo soy Maximiliano. Max, para los amigos. Si lloras, te volverán a pegar. Basta. A partir de hoy, estás bajo mi protección. Nadie te tocará.
Lo dijo con una solemnidad infantil, como si lo hubiera copiado de algún libro. Luego se ruborizó, avergonzado de su propio dramatismo.
Así empezó su amistad. Max no era gitano, solo le quedó el apodo por su aspecto. Eran iguales: devoraban libros de la vieja biblioteca del pueblo. Max había leído a Julio Verne y Jack London. Soñaban con viajar. Pasaban horas en una colina, viendo los barcos en el río, imaginando mundos lejanos. Él quería recorrer el mundo en barco; ella, cantar en grandes escenarios.
Los años pasaron. La amistad se convirtió en algo más. Su padre le regaló una moto a Max, y fue su billete a la libertad. Recorrían caminos rurales, el viento gritando en sus oídos. Iban a lagos, al bosque, «al fin del mundo», como decían.
Alicia, hoy estás bueno, me has dejado sin palabras. Más guapa que ayer decía él, mirando al suelo pero buscando su mirada. Pero no te juntes tanto con esos pijos de ciudad. Se te pegan como moscas.
Max, ¿te ha dado un ataque de celos? se reía ella, con el corazón bailando.
Y tenía razón. Alicia dejó de ser un patito feo. Su voz, fuerte y cálida, llenaba el club del pueblo. Ganó un concurso regional. Sus ojos grises se volvieron verdes, su andar seguro. Y él seguía siendo Max, el «Gitano», que se sentía torpe a su lado.
Llegó un junio caluroso. Los exámenes terminaron. Solo quedaba recoger los títulos y viajar a la ciudad, a la universidad. Soñaban con estudiar periodismo juntos. Aquel día, ella ensayaba para la graduación; Max fue al pueblo vecino por una medicina para una vecina. Siempre ayudaba.
En el camino de vuelta, el cielo se abrió en un diluvio. Relámpagos, truenos, una cortina de agua que no dejaba ver.
Alicia terminaba su canción cuando un miedo animal la paralizó. Algo iba mal.
La puerta del club se abrió de golpe. Una compañera, empapada y llorando, gritó:
¡Max! Alicia, Max La lluvia no se veía una furgoneta no pudo frenar
El mundo no se desvaneció. Se rompió. Los sonidos desaparecieron. Solo quedó un silencio ensordecedor y un grito que salía de ella, pero que no escuchaba.
No hubo fiesta de graduación. Solo un vestido negro, un ataúd del tamaño de su universo y silencio. Nunca volvió a cantar. Su voz murió con él.
Cada tarde, como un ritual, iba a verlo. El cementerio se convirtió en su refugio. Hablaba con él durante horas, recordando, preguntándose qué podría haber cambiado.
Los años pasaron. Estudió, trabajó, llegó a ser una periodista reconocida, luego directora de una cadena regional. Tenía éxito, respeto, dinero. Pero todo era vacío.
Un día, le preguntó a su madre, ya canosa y cansada:
Mamá, ¿por qué el tiempo no cura? Él sigue aquí. Lo siento en cada momento.
Su madre la miró con tristeza y sabiduría:
Hija, ¿y si eres tú la que no lo deja ir?
Tras un invierno largo, llegó la primavera. La gente salió a las calles. Alicia, caminando sin prisa, entró en un barrio nuevo y oyó un grito que le heló la sangre:
¡Gitano, pásala aquí! ¡Vamos!
Su corazón se detuvo. Volvió la cabeza lentamente. En una cancha, un partido de fútbol. En el centro, un niño moreno de unos once años. Jugaba con habilidad, regateando a todos antes de marcar.
Alicia se apoyó en la valla, tem







