**La Sombra de la “Generosidad”: Amor y Manipulación**
En el acogedor pueblo de Valdeluz, donde las calles se llenaban de aromas a romero y tomillo, Lucía preparaba la cena cuando su marido, Javier, asomó por la cocina, rascándose la nuca con incomodidad.
—Lu, mamá nos ha traído otra olla—murmuró—. Dice que es de acero inoxidable, de Italia.
—Y claro, ahora le debemos algo, ¿no?—Lucía, sin apartar los ojos de la tabla donde picaba verduras, le lanzó una mirada afilada.
—Bueno… algo así—titubeó él.
—Podría pegarle el precio directamente, así no se nos olvida—respondió ella con sarcasmo—. Sus “regalos” ya me tienen hasta el moño.
—Ella cree que la nuestra ya no sirve—intentó justificarse.
—Javi, ¡tenemos una estantería llena! ¡Y todas están bien!—Dejó el cuchillo, y su voz tembló de rabia contenida.
Javier dudó en el umbral, suspiró hondo y se marchó al salón. No era la primera vez. Primero fueron los manteles, luego los platos, las cortinas, el cesto de la ropa… todo “de corazón”. Y después, los insinuantes recordatorios: “La pensión no me sobra, pero por vosotros me sacrifico”.
Elena Martínez, la madre de Javier, había entrado en sus vidas hacía poco. Antes vivía en un pueblo cercano, y a su nieto, Pablo, solo lo veía en fotos por el móvil. Cuando nació, llamó una vez para preguntar su nombre y desapareció. Lucía pensó entonces: “Quizá sea mejor. Sin suegra, se respira mejor”.
Pero todo cambió el otoño pasado. Elena se cayó en el portal y se fracturó la cadera. Tras la operación, no podía vivir sola. No tenía más familia, así que Javier propuso:
—Que se quede con nosotros hasta que se recupere. Dos semanas, un mes como mucho.
El mes se convirtió en cuatro. Elena se instaló en el salón, ocupó el sofá, pasaba horas al teléfono y veía telenovelas a todo volumen. Y empezó a dar consejos, aparentemente bienintencionados, pero con veneno:
—¿Por qué tenéis una alfombra tan pequeña en la entrada?—decía, entrecerrando los ojos—. Y el papel de la habitación… oscuro, ahoga el ánimo. ¡Y la aspiradora es vieja, deberíais cambiarla!
Luego vinieron las compras: la batidora, la sartén, la vaporera… cosas que, según ella, “ni yo aguantaría”. Las traía en cajas sin avisar, añadiendo:
—Me lo devolvéis cuando podáis. Al fin y al cabo, soy familia, no una extraña.
Lucía y Javier no podían rechazar su “generosidad”. Incluso cuando Elena se mudó a un piso de alquiler cerca, los regalos con “deuda” no pararon.
—Javi, ¿le devolviste el dinero de la batidora?—preguntó Lucía esa noche, secándose las manos.
—Sí, a plazos—gruñó él.
—¿Y el de la sartén?
—Faltan doscientos euros—reconoció.
Lucía solo movió la cabeza. No tenía fuerzas para discutir. El trabajo, la casa, Pablo, al que había que prepararle para el cole… ya tenían suficiente. Todas las conversaciones con Elena pasaban por Javier, pero acababan igual: ella se quejaba de la presión arterial, los medicamentos caros y la pensión escasa. Javier cedía siempre.
—¿Qué iba a decirle?—se excusaba—. Mamá solo quiere ayudar.
—No es ayuda, Javi—respondió Lucía, exhausta—. Es presión, pero envuelta en papel bonito.
Él callaba, sabiendo que tenía razón. Pero el miedo a decepcionar a su madre, arraigado desde niño, era más fuerte.
Lucía miraba a su hijo y sentía un nudo en el pecho. “Pablo lo ve todo—pensaba—. ¿Qué aprenderá? ¿Que hay que aguantar cuando los adultos invaden tu vida? ¿Que hay que dar las gracias por un “favor” que asfixia?”
Sabía que no podía seguir así. No por las ollas o el dinero, sino por Pablo. Él debía aprender que el cariño sin respeto no es amor, sino control.
La oportunidad llegó, pero a qué precio.
Pablo volvió del paseo con su abuela más callado de lo normal. Elena entró radiante, cargada de bolsas y una mochila enorme.
—¡Hemos equipado a Pablo para el cole!—anunció orgullosa—. ¡No será menos que nadie!
Lucía se quedó petrificada. Justo el día anterior habían ido juntos a comprar, eligiendo una mochila de los Vengadores, cuadernos y zapatillas cómodas.
—¿Qué le habéis comprado?—preguntó, conteniendo el temblor en la voz.
—Dos trajes, para que le sirvan más tiempo. Un plumí caro, pero abriga. Zapatillas, botas de piel en oferta… y detalles: un estuche con un superhéroe, rojo, como le gusta—enumeró Elena.
Pablo miraba al suelo, taciturno. Elena se marchó prometiendo “hablar del precio luego”. Lucía lo llamó a la cocina.
—Pablito, ¿tú elegiste esto?
—No—respondió él en voz baja, jugueteando con la manga—. La abuela dijo que ella sabía mejor. El estuche es de Spiderman, y a mí no me gusta. Las zapatillas me aprietan.
—¿Y por qué las cogisteis?
—Dijo que se ensancharían—murmuró él.
—¿Por qué no me llamaste?
—No sé… no me lo preguntó—Pablo bajó la cabeza, avergonzado.
Sus palabras dolían más que la descaro de la suegra. Su hijo estaba aprendiendo a callar, a aguantar… como ella misma había hecho.
Esa noche, Elena llamó.
—Hacedme un bizum—dijo con tono alegre—. Los trajes, el plumí, el calzado, material… unos quinientos euros. Os mando el ticket.
Lucía apretó el móvil, pero respondió con calma:
—Elena, ¿no pensaste en preguntarnos? ¿O al menos a Pablo? Ya lo teníamos todo. Y el estuche de los Vengadores. Y zapatillas que no le aprietan.
—¿Hago un favor y me escupís en la cara?—estalló ella—. ¿Queréis que pague yo? ¡Yo sé lo que necesita mi nieto! ¿Quién lo llevará al cole? ¡Yo! ¡A mí me toca hacerlo un hombre de bien!
Colgó. Lucía exhaló, pero la tensión persistió.
—Mañana iré a verla—dijo Javier—. Hablaré. Pero… no esperes milagros.
Volvió dos horas después, encogiéndose de hombros.
—No me abrió. Gritó tras la puerta que la habíamos usado. Que ella se parte el lomo y somos unos desagradecidos.
—¿Y tú qué le dijiste?—preguntó Lucía en voz baja.
—Que tenías razón. Que yo también lo sufrí de pequeño. Y que no puede inmiscuirse así.
Su mirada se suavizó. Era la primera vez que Javier se ponía de su parte sin reservas. Un pequeño paso, pero importante.
Pasó una semana en silencio. Elena no llamó, no apareció, no trajo más “regalos”. La tensión en casa se desvaneció. Lucía notaba que ya no se sobresaltaba con el timbre.
Vendieron parte de lo comprado en Wallapop: la mochila, el material, un traje. Una amiga se llevó el plumí para su hijo. Las botas seguían en su caja, con la etiqueta de “novedad”, como símbolo de su lucha.
Pero unPero cuando Pablo les enseñó días después el mensaje que había enviado a su abuela —”Gracias, pero no quiero ir, prefiero estar en casa”—, Lucía y Javier supieron que, aunque el problema con Elena no desaparecería, habían enseñado a su hijo lo más importante: que el amor no se compra ni se exige, sino que se da libremente, como el sol de Valdeluz sobre los campos.