Desde el primer día, la relación entre Lucía y su suegra, Isabel Martínez, estuvo teñida de frío. Era como si un muro invisible las separara, impidiendo que Lucía encontrara el calor que esperaba en su nueva familia. Isabel la miraba como a una intrusa en su mundo perfecto. En su amplia casa en las afueras de San Sebastián, todo respiraba opulencia: suelos de mármol, cuadros con marcos dorados, lámparas de cristal. Pero detrás de ese brillo solo había vacío, calculador y gélido como el viento del Cantábrico en pleno enero.
Lucía evitaba visitarla. Su marido, Álvaro, insistía en que mejorara la relación, asegurando que su madre solo era “lenta para acostumbrarse a la gente”. Pero cada visita era un suplicio. Las conversaciones siempre giraban en torno al dinero: cuánto costaba la reforma, cómo invertir mejor el capital, quién le debía qué a quién. Para Isabel, todo en este mundo tenía un precio, incluso los lazos familiares. Lucía se sentía como un producto valuado, pero nunca aceptado.
Pasaron los años. Una noche, sonó el teléfono. La voz de Isabel, normalmente firme y cortante, temblaba: estaba gravemente enferma. Pedía ayuda a Lucía, quien, con el móvil apretado, recordó años de indiferencia, comentarios hirientes y miradas de superioridad. ¿Debía ir? Su corazón se debatía entre el rencor y el deber. Al final, ganó el deber. Hizo una maleta y se dirigió a la casa cerca de la costa.
Encontró a Isabel en su dormitorio, demacrada, envuelta en una fina manta, con los ojos sin brillo. Se quejaba de dolor, de debilidad, de soledad. Lucía intentó descifrar si era vulnerable de verdad o solo otra manipulación. Pero las dudas se esfumaron cuando Isabel le agarró la mano suplicándole que no la dejara. Lucía llamó a los médicos, organizó su ingreso, pasó horas a su lado en el hospital, hablando con las enfermeras.
El tratamiento duró semanas. Isabel se recuperó poco a poco. Al ser dada de alta, Lucía la ayudó a regresar a casa, limpió, cocinó… esperando al menos un “gracias”, una señal de que su esfuerzo valió la pena. Pero en lugar de eso, sentada en su sillón de piel, Isabel preguntó con frialdad:
—¿Cuánto te debo por todo esto?
Lucía se quedó helada, sintiendo algo romperse dentro de ella.
—¿Cómo puede decir eso? ¡Lo hice porque era lo correcto! —su voz tembló de indignación.
—No seas ingenua —respondió Isabel con una sonrisa hueca—. Yo siempre pago por los favores. Es mi forma de agradecer. El dinero es la mejor muestra de aprecio.
—¿De verdad cree que todo se compra? —Lucía apretó los puños—. Si fuera una madre de verdad, Álvaro estaría aquí cuidándola. No hubiera tenido que rogarme a escondidas.
Isabel frunció el ceño. Sus labios temblaron, pero no dijo nada. Algo asomó en su mirada: ¿rabia? ¿sorpresa? *¿Por qué me odia tanto?*, pensó. *Solo vivo bajo mis reglas. ¿Acaso es un crimen?*
Lucía se fue sin añadir nada. Al día siguiente, recibió una transferencia. La notificación del banco le escocía. La cantidad era generosa, pero para ella fue un bofetón. No la devolvió, no por codicia, sino por cansancio. Discutir con Isabel era como golpearse contra un muro.
Álvaro nunca supo la verdad. Seguía viendo a su madre como una mujer de buen corazón, incapaz de mezquindades. Lucía no quiso romper esa ilusión. Guardó silencio, escondiendo la realidad en su pecho, sabiendo que a veces el silencio vale más que la verdad. Pero cada vez que miraba a su marido, sentía crecer entre ellos una sombra: la sombra del cálculo que su madre había dejado caer sobre ellos.