La sombra de una carta olvidada: cómo una invitación rompió veinte años de silencio

La sombra de una carta olvidada: cómo una invitación rompió veinte años de silencio

Vera llevaba más de treinta años trabajando en correos. En todo ese tiempo, había manejado miles de cartas: desde felices postales hasta sobres arrugados con esquelas. Pero aquella carta que encontró por casualidad una mañana temprano de noviembre la dejó sin aliento desde el primer vistazo.

El sobre era sencillo, gris, sin remite. Pero la letra… esa letra le resultaba dolorosamente familiar. La misma que no había visto en veinte años.

—¿Será posible?… —susurró, dejándose caer en un taburete de la sala de clasificación.

Dentro solo había unas pocas líneas:

«Mamá, te invito. Mañana es mi día. La boda. Todavía te espero. Si vienes, seré feliz. Si no, lo entenderé. Natalia.»

La mano le tembló. Natalia. Su hija. La misma con la que no había hablado en dos décadas. Vera recordaba perfectamente aquel día: Natalia, en aquel entonces una universitaria llena de sueños y amor, llegó y le dijo:

—Mamá, me caso con Jorge.

A Vera casi se le cayó la taza. Ese Jorge nunca le había gustado desde el principio. Frágil, sin un trabajo decente, sin piso. Y, sobre todo, no era el hombre que ella había soñado para su hija.

—¡O él, o yo! —cortó tajante.

—Vale, mamá —respondió Natalia en voz baja—. Entonces, él.

Y se fue. Sin dramas, sin lloros. Solo el clic de la puerta al cerrarse.

Al principio, Vera pensó que volvería. Luego, que la llamaría cuando naciera su hijo. Se enteró por una vecina que Natalia había tenido un niño. Un nieto. Pero el orgullo, como una losa de hormigón, le pesaba en el pecho. Ni una carta, ni una llamada. Solo silencio. Vera se repetía que su hija la había traicionado. Pero por dentro, un vacío que no podía llenar con nada.

Y ahora, esa invitación. Veinte años después. Una sola carta. Como un grito en el vacío.

Vera no durmió en toda la noche. El corazón le daba vuelcos. ¿Ir? ¿Y si la echaban? ¿Y si Natalia solo lo había escrito por compromiso? ¿O por lástima?

Pero al amanecer, mientras el viento aullaba fuera, Vera se sentó en la cama, se envolvió en su bufanda vieja y susurró:

—Perdóname, hijita.

El tren a Madrid, donde vivía Natalia, salía a las nueve. En el andén, una mujer joven con un abrigo blanco y un ramo en las manos esperaba. Cuando Vera se acercó, ella levantó la cabeza y se quedó quieta. Tenía los ojos de su madre. Es mismo gris azulado, con ese gesto testarudo en las comisuras.

—Mamá…

Y Vera lloró. Por primera vez en años, de verdad. No de rabia. De alivio.

La boda fue íntima, con un ambiente cálido y casi familiar. El novio sostenía la mano de Natalia y le daba las gracias a Vera por haber ido. Y un niño pequeño, de ojos enormes, se acurrucó contra ella y preguntó en voz baja:

—¿Tú eres mi abuela?

—Sí, cariño. Soy tu abuela. Y me quedo contigo para siempre.

A veces, una sola carta es todo lo que hace falta para romper el silencio. Incluso el que ha durado veinte años.

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