La Sombra de las Ilusiones Perdidas
Lucía estaba sentada en una cafetería acogedora en el centro de Madrid, frente a su amiga Sofía. Esta, removiendo su café, la observaba con atención, como si intentara descifrar un enigma.
—Hoy estás rara— dijo Sofía, entrecerrando los ojos—. Venga, suelta, ¿qué pasa?
—Javier me ha pedido que me case con él— respondió Lucía en voz baja, pero su sonrisa escondía amargura.
—¿En serio? ¡Por fin!— Sofía se animó, pero su rostro se nubló al instante—. ¿Y dónde está tu alegría? ¡Llevas años esperando esto!
—Le he dicho que no— la voz de Lucía tembló, y desvió la mirada.
—¿Qué?— Sofía casi derrama el café—. ¡Pero si era tu sueño! Javier ha estado a tu lado todos estos años, y tú… ¿Por qué?
—Después de lo que hizo, no podía hacer otra cosa— respondió Lucía con un aire misterioso, sus ojos oscureciéndose al recordar.
—¿Qué hizo?— Sofía se inclinó hacia adelante, incapaz de ocultar su curiosidad.
Lucía respiró hondo, ordenando sus pensamientos, y comenzó a hablar. Sofía escuchó, conteniendo la respiración, sin creer lo que oía.
Lucía siempre imaginó el amor como una escena de película romántica: ramos de flores, declaraciones apasionadas, alguien dispuesto a darlo todo por ella. Se veía a sí misma como la protagonista de una vida llena de emociones intensas. Esas imágenes, inspiradas en el cine y los libros, se convirtieron en su único guion del amor.
Pero la realidad fue más complicada. De joven, llena de ilusiones, aprendió a amar cometiendo errores: enamorándose y desenamorándose. Su carácter dramático, arraigado en lo más profundo de su alma, convertía cada historia en una tragedia.
Su primer amor duró cuatro años. Tenía solo dieciocho cuando lo conoció. Ingenua y enamorada, intentó construir una relación, pero su pasión chocó contra su indiferencia. Para él, el amor era distinto, y la intimidad que ella anhelaba nunca llegó.
Decidió marcharse, pero no sin antes asegurarse de un final cinematográfico. Le anunció que necesitaba ir sola a la costa, “para encontrarse a sí misma”. Él no se opuso; al fin y al cabo, ni siquiera vivían juntos, solo se veían.
En la estación, él la despidió sin sospechar nada. Un minuto antes de que el tren partiera, Lucía, desde la puerta, dijo:
—Termino contigo.
—¿Cómo? ¿Por qué?— él, desconcertado.
—Será mejor así— respondió ella, y desapareció en el vagón.
El tren arrancó. Él corrió tras él, gritando:
—¡Lucía! ¡Te quiero! ¡Cásate con mí!
Ella asomó la cabeza y contestó, fría:
—¡Nunca!
Así terminó su primer amor, como en una película.
Un año después, comenzó una relación con Adrián, un informático galante que le llenaba de detalles: flores, regalos, viajes. Con él, Lucía se sentía protegida, como si todos la envidiaran. Adrián la presentó a sus padres, la llevó de vacaciones, la colmó de atenciones. Dos años más tarde, todo apuntaba a una boda, y ella ya se veía como su esposa.
Hasta que un día, Adrián le dijo que lo trasladaban a otra ciudad. Y añadió, con una sonrisa soñadora:
—Imagínate, nos casamos, tú en casa con los niños, cocinando mi fabada favorita…
A Lucía se le heló la sangre. Esa imagen de rutina doméstica estaba muy lejos de su sueño de eterno romance.
—No creo— contestó brusca—. Odio la fabada.
Dio media vuelta y se alejó, imaginando su pañuelo ondeando al viento mientras él la miraba con el corazón roto.
Después de Adrián, Lucía tuvo otros pretendientes, pero ninguno duró, hasta que conoció a Javier. Su historia fue rápida: pronto vivieron juntos, tuvieron un hijo, y Lucía estaba segura de que quería casarse. Javier era fiable, cariñoso con ambos, pero le faltaba romanticismo.
Ella esperó su propuesta, pero los años pasaban y él no se pronunciaba. Cinco años de convivencia, su hijo crecía, y el anillo no llegaba. La frustración creció dentro de ella. Ya no era esa chica romántica, sino una mujer dispuesta a luchar por lo que quería.
Lo intentó todo: dulzura, manipulación, provocaciones… pero Javier parecía no enterarse. Hasta que un día, Lucía vio su vida con otros ojos: él no la valoraba, no la merecía. El amor verdadero debía ser intenso, y él ni siquiera se decidía a pedirle matrimonio.
El rencor se convirtió en venganza. No solo quería irse, sino hacer que él sintiera su dolor. Su respuesta sería fría y calculada.
La oportunidad llegó después de cinco años. Javier la invitó a un restaurante.
—¿Para qué?— preguntó Lucía, aunque su corazón latió fuerte.
—Necesito hablar contigo— respondió él, evasivo.
—Vale— aceptó ella, internamente eufórica.
El restaurante era como lo había soñado: flores, velas, luz tenue. Tras el primer vino, Javier comenzó:
—Lucía, llevamos tantos años juntos. Tenemos un hijo, ya tiene cinco. Es hora de formalizar nuestra relación.
Ella guardó silencio, mirándolo fijamente. Él continuó:
—Además, me han ofrecido un trabajo en el extranjero. Pero solo contratan a gente casada. Con familia.
—¿Casada?— ella sonrió con sarcasmo—. ¿Eso te conviene? ¿Y a mí?
—¿Qué?— él se quedó perplejo. Esperaba que brillara de felicidad.
—¿A mí me conviene?— su voz se tornó glacial—. Me da igual. No me casaré contigo.
Un silencio pesado cayó entre ellos.
—Explícate— consiguió decir él.
—Si en diez años no lo has entendido, ahora tampoco— respondió ella, levantándose—. Me voy.
Lucía salió del restaurante sintiéndose la heroína de un drama. *Como en una película*, pensó, caminando bajo la luz de las farolas.
—No te entiendo, Lucía— exclamó Sofía en el café—. ¡Soñabas con casarte! ¡Tenéis un hijo, todo iba bien! ¿Estás en tus cabales?
—Soñé demasiado tiempo— contestó Lucía, con amargura—. Llegó tarde.
—¿Tarde a qué?
—A demostrar que me amaba de verdad.
—¿Eso hay que demostrarlo?
—¡Claro!— Lucía ardió—. Soy mujer, necesito romance, pasión. Él convirtió mi vida en una rutina gris. Su propuesta parecía un contrato. ¡Le convenía a él! A mí, no. ¡Que se vaya a paseo!
—Te arrepentirás— Sofía negó con la cabeza.
—Ya me arrepiento— admitió Lucía—. Pero me alegro de haberle hecho ver lo que se siente al no ser valorado.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé. Ya veremos…
Al llegar a casa, Lucía descubrió que las cosas de Javier habían desaparecido. *Bueno*, pensó. *Veremos cuánto aguanta sin mí.*
Pasó un mes. Javier no apareció, no llamó. La añoranza comenzó a corroerla. Su “juego” se alargaba, y su seguridad se resquebrajaba. Otro mes después, no pudo más y marcó su número. No había cobertura. Entonces llamó a su trabajo.
—¿Puedo hablar con Javier?— preguntó,—Lo siento, se fue hace dos meses a Bruselas con su nueva esposa —respondió una voz desconocida al otro lado del teléfono, y Lucía dejó caer el móvil al suelo mientras las lágrimas nublaban su vista.