La Sombra de la Traición en el Hogar
María López estaba frente a la cocina, removiendo con cuidado un cocido madrileño en su cazuela de barro, perfecta para ese plato. Su hijo Javier, su orgullo y única esperanza, volvería pronto a casa. Imaginaba su sonrisa al encontrar la comida caliente, preparada con el cariño de una madre. Envolvió la cazuela en un paño para conservar el calor, la guardó en una bolsa y se dirigió al piso de su hijo, en el edificio de al lado. Tenía su propia llave, por si las moscas.
Hacía poco habían hablado por teléfono. Javier había llamado al móvil, pero María, fiel a las costumbres antiguas, devolvió la llamada al fijo. Contestó su nuera, Lucía, diciendo que Javier estaba trabajando. Pero él mismo había mencionado que ahora teletrabajaba desde casa. Alguien mentía, y María estaba segura de que no era su hijo.
Lucía había aparecido en sus vidas como un vendaval. Una chica de un pueblo remoto, sin estudios, sin trabajo, sin hogar. ¿Cómo había podido Javier, un hombre listo y con futuro, cegarse así por amor? Insistió en casarse, a pesar de los consejos de sus padres para esperar. Se casaron, y Lucía se mudó al acogedor piso que habían regalado a Javier por la boda. Por suerte, la propiedad estaba a su nombre.
Lucía no trabajaba, dedicándose a «encontrarse a sí misma». Javier, en cambio, se partía el lomo de sol a sol para mantenerla. Recientemente, alquiló otro piso —supuestamente para trabajar— porque los parientes de Lucía venían sin parar de su pueblo. Sobre todo su «primo segundo» Sergio, con quien decía haber sido íntima desde la infancia. María no se metía, pero su instinto maternal olía a chamusquina.
Aquel día decidió alegrar a Javier con su plato favorito. Entró en el piso sin encender la luz del recibidor para no llamar la atención. Desde la habitación sonaba una música alegre pero vulgar. María asomó la cabeza y se quedó helada. La bolsa con la cazuela se le escurrió de las manos y cayó al suelo con estrépito. En la habitación, bailaban abrazados Lucía y un hombre —claramente no era su primo.
La música cesó. Lucía, pálida, salió al pasillo. «¡María! —exclamó con una sonrisa falsa—. No esperaba verla.»
—Ya veo —respondió la suegra con frialdad, conteniéndose.
—¿Quiere pasar? Tenemos bizcocho —ofreció Lucía, esperando que rechazara la invitación.
María esbozó una sonrisa forzada. «Traje la cena para Javier, su favorita. Espero que no se haya enfriado», dijo, entregando la bolsa. Lucía, aliviada, prometió envolver la cazuela en el paño.
María salió a la calle y se sentó en un columpio del parque infantil. A esa hora, el lugar estaba vacío, los niños dormían. Meciéndose, intentaba ordenar sus ideas. Había actuado bien, evitando el escándalo. Lucía habría inventado alguna excusa. Pero la caída de la cazuela fue un fallo. María, médica de urgencias, solía ser fría en situaciones críticas. Salvaba vidas, decidía en segundos, nunca se le caía nada. Pero esta vez… ¿cómo mantener la calma cuando se trata de tu único hijo?
Decidió que no era el final. Lucía no cambiaría. Una semana después, repitió la visita, esta vez con empanadas. Entró en silencio, como una sombra, y grabó con el móvil lo que ocurría. La música era la misma, pero ya no bailaban —la escena era mucho más explícita. Terminada la grabación, llamó a la puerta. Lucía, sonrojada, entreabrió la puerta. «Empanadas para Javier», dijo la suegra, entregando la bolsa antes de marcharse.
En casa, sopesó sus opciones. Podía ir sin su hijo, enseñar las pruebas y echar a Lucía. Pero ella podría manipular a Javier después, acusándola de mentiras. Otra opción era contárselo todo de una vez. Pero Javier, educado y confiado, quizá creería en un «malentendido» o un «simple beso». No, debía asegurarse.
El sábado, María y su marido se presentaron en casa de su hijo. Llevó más empanadas. Tras el primer café, miró a Lucía y preguntó: «¿Y bien? ¿Te has encontrado ya?»
Javier la miró sorprendido —nunca usaba ese tono. Lucía, intuyendo peligro, murmuró: «Todavía no.»
—Puedo ayudarte —dijo María, dejando el móvil con el vídeo sobre la mesa.
—¿Qué es esto? —Javier miraba alternativamente la pantalla, donde su mujer y el «primo» se mostraban demasiado cariñosos, y a Lucía, que evitaba su mirada.
—¿Buena película, hijo? —preguntó su madre, conteniendo la rabia.
—¿Me engañabas? ¿Y él no es tu primo? —la voz de Javier temblaba—. Lucía, ¡di algo!
—¿Qué va a decir? —intervino María—. ¿Cómo puedes ser tan ingenuo?
Lucía se levantó, el rostro encendido. «Sí, no es mi primo. Vin**”Sí, no es mi primo, solo fingimos para que me dejaras quedarme aquí sin sospechas,”** confesó Lucía antes de girarse y salir de la habitación, dejando atrás un silencio que pesaba más que todas las palabras jamás pronunciadas.