La soledad de una mariposa.

La Solitaria Garbancita…

Garbancita llevaba varias semanas observando a su nueva vecina, que se había mudado al primer piso del edificio, justo enfrente de su casa. La recién llegada se llamaba Lucía, una mujer de unos treinta años con una hija pequeña de cuatro. Recién divorciada, Lucía empezaba una nueva vida, llevando a su niña, Rosita, al parvulario del barrio.

No tardaron en cruzarse y, al poco tiempo, Garbancita ya cuidaba de Rosita los sábados mientras Lucía salía.

—Es tranquila, jugará con sus muñecas en el suelo mientras tú haces lo tuyo— le explicó Lucía, agitando las llaves—. ¡Mil gracias por echarme una mano! Hoy tengo… un compromiso, pero volveré antes de que sea muy tarde.

Garbancita asintió con un gesto, pero solo cuando Lucía desapareció por la puerta del portal cayó en la cuenta: ¡la recién divorciada tenía una cita!

—Vaya “compromiso”… —murmuró para sí, sonriendo al ver a Rosita sentada en el rincón, tan tranquila como su madre había prometido.

A sus veintiocho años, la vida de Garbancita no pintaba como ella soñaba. Amigas bienintencionadas no paraban de sermonearla:

—Eres una antigua, Garbanzo. Enredando con tus ganchillos en vez de salir, bailar, conocer gente… ¡Te vas a quedar para vestir santos esperando al príncipe azul!

Ella asentía, pero seguía igual. Algo tímida por sus kilos de más y sin considerarse una belleza, se refugiaba en su rutina. Ahora, con Rosita pasando tardes enteras en su casa, menos entendía cómo Lucía podía dejar a esa criatura maravillosa para irse con otro hombre.

Para Garbancita, la familia—y más los niños—era un regalo divino, así que adoraba a Rosita. Le leía cuentos, jugaban con plastilina y, cuando la niña se dormía en su sofá, la cubría con una manta con mucho mimo.

—Dios, Garbancita, no sé cómo pagarte esto— susurraba Lucía al recoger a su hija, ya medio dormida—. Eres mi ángel de la guarda.

—¿Y su padre? —preguntó Garbancita un día—. Rosita lo menciona mucho.

—Ah, Manuel… Está de viaje. ¡Siempre de viaje! Por eso nos separamos… Pero pronto vuelve y te aliviará la carga; la sacará a pasear. La adora, aunque la malcría a base de juguetes. Dinero, lo que se dice dinero, ni viste… —se rió Lucía, aunque sin gracia.

Y, en efecto, Manuel apareció. Alto, rubio, levantó en brazos a Rosita en la puerta del portal y no la soltó en un buen rato. Garbancita los vio desde la ventana de la cocina y hasta se le humedecieron los ojos: tanta era la alegría mutua.

Pocos días después, Manuel llamó a su puerta: Rosita estaba ahí, como casi cada tarde. Se había vuelto costumbre que la niña pasara horas con “tía Garbancita” mientras Lucía iba al mercado o “a lo suyo”.

—Muchas gracias— dijo Manuel con sinceridad—. Rosita no para de hablar de usted. “Mi Garbancita” dice, como si fuera suya.

—¡Papá, ven a merendar! —gritó Rosita desde la cocina, embadurnándose de mermelada.

—Pase, tenemos magdalenas caseras— invitó Garbancita.

Manuel entró, se sentó y probó una.

—¿Hecho en casa? ¡Increíble!

—Pues claro —sonrió ella—. Sírvase otra, que engordan, pero qué le vamos a hacer… Aunque ya estoy pensando en dieta.

—¿Para qué? —respondió él, franco—. Le sienta bien como está. Además, no creí que mujeres jóvenes supieran hornear así. Pensé que era cosa de abuelas, junto al fogón de leña en algún pueblo perdido.

Se rieron, y Rosita, contagiada, le ofreció a su padre otra magdalena.

—Cuando sea grande, Garbancita me enseñará a cocinar— anunció la niña—. ¡Y les haré pasteles a los dos!

—Será un sueño— dijo Manuel—. Pero ahora, al parque, que mamá llegará pronto.

—Mamá no viene hasta la noche—respondió Rosita con naturalidad.

Manuel frunció el ceño. Tras el paseo, al volver, murmuró a Garbancita:

—¿Podría llevarme a Rosita a dormir a mi casa? La pobre los extraña…

—Lo intento, pero trabajo en la otra punta de Madrid, en la fábrica. Madrugarle tanto… Aquí al menos tiene el parvulario cerca y a su madre… —miró al suelo—. Aunque ando buscando piso por la zona.

La siguiente vez que Manuel fue a buscar a Rosita, invitó a Garbancita a acompañarlos.

—¡Vamos, Garbancita! —insistió Rosita, tirándole del delantal—. ¡Te enseñaré a hacer pasteles de arena!

Terminaron yendo al parque cercano, donde Rosita jugó con otros niños bajo la atenta mirada de ambos. Manuel, cada vez más tenso, refunfuñó:

—¿Hasta cuándo seguirá Lucía así? Dejando a Rosita para sus… salidas. Por esto nos separamos.

Garbancita calló.

—¿Al menos le paga por cuidar a mi hija? —preguntó él de vuelta a casa.

Ella negó.

—¡Pero si está malgastando su vida! ¿Nunca sale, descansa, conoce a alguien…? ¡Creí que había un trato!

—Somos amigas— dijo Garbancita—. Y Rosita ya es como mi familia.

—¿Y su vida, Garbancita? —preguntó él sin rodeos—. ¿Nunca…?

—Nunca. Ni marido, ni hijos… por ahora.

Manuel dejó unos billetes en la mesa. Garbancita se ofendió y se los devolvió.

—Pues ya inventaré otra forma de agradecértelo— dijo él, saliendo con paso firme.

Y lo hizo.

Un domingo, mientras fregaba, sonó el timbre.

—¡Invitamos a nuestra amiga Garbancita a merendar! —anunció Manuel, sonriente, de la mano de Rosita—. Hoy es la fiesta del barrio.

Y así, por primera vez, los tres salieron juntos. Lucía, asomada a la ventana mientras se preparaba para otra cita, masculló:

—Vaya par… Ella le viene como anillo al dedo.

No imaginaba cuán pronto su exmarido y la vecina serían inseparables. Rosita era el puente: corría de un piso a otro, arrastrando a “su Garbancita” a cada paseo.

—¿Sabes cómo es él de verdad? —le espetó Lucía un día, encontrándola lista para salir con Manuel.

—Creo que sí… Pero ya están divorciados. ¿Qué más le da con quién…?

—No es por él, boba. Es por ti. No te agarr—Te mereces algo mejor que ser la niñera de nadie —terminó Lucía con un bufido, mientras arreglaba su collar antes de salir, dejando a Garbancita con el corazón apretado… pero esa misma tarde, sentada en el banco del parque entre las risas de Rosita y la mano cálida de Manuel, supo que su familia, aunque inesperada, ya estaba hecha.

Rate article
MagistrUm
La soledad de una mariposa.