La Solitaria Mari…
Hacía ya semanas que Mari observaba a la nueva vecina que se había mudado al primer piso, justo en frente de su apartamento. La recién llegada se llamaba Ana, tenía unos treinta años y una hijita de apenas cuatro. La mujer se había divorciado y ahora vivía por su cuenta, llevando a la pequeña al jardín de infancia que quedaba en el mismo patio.
Mari y Ana empezaron a saludarse con sonrisas cada vez que se cruzaban, y tan solo una semana después, Mari ya estaba haciendo de canguro un sábado, cuidando a la pequeña Lola en su casa.
—Es tranquila, se entretiene con sus muñecas en el suelo mientras tú haces tus cosas —le explicó Ana—. ¡Mil gracias por echarme una mano! Tengo un compromiso hoy, pero volveré antes de que sea muy tarde.
Mari se encogió de hombros, pero cuando Ana salió corriendo del portal, cayó en la cuenta: la joven divorciada se había ido a una cita amorosa.
—Vaya “compromiso”… —susurró Mari, mirando con ternura a la niña, que jugaba en un rincón tal como su madre había dicho.
A Mari la vida no le sonreía. Con veintiocho años, era la edad perfecta para tener hijos con un marido amoroso, pero ni lo uno ni lo otro formaban parte de su realidad.
—Es que no estás al día —le decían sus amigas—. Siempre enredada con tus labores, en lugar de moverte, salir de fiesta o conocer gente. Así te quedas para vestir santos, esperando al príncipe azul…
Mari asentía, pero no hacía nada al respecto. Era tímida, un poco entrada en carnes, y no se consideraba especialmente guapa.
Ahora, con Lola pasando tantas tardes en su casa, Mari no podía entender cómo una madre abandonaba a una criatura tan maravillosa para irse con otro hombre.
Para Mari, la familia, y más aún los niños, eran un regalo divino, y había terminado queriendo a la niña como si fuera suya, leyéndole cuentos, jugando y haciendo figuras de plastilina.
—Ay, Mari, no sé cómo pagarte —murmuraba Ana al recoger a su hija, ya dormida, tarde por la noche—. Eres mi ángel de la guarda.
—¿Y el padre de Lola? —preguntó Mari en una ocasión—. ¿La visita? La niña lo menciona mucho, parece que lo echa de menos.
—Lo haría, pero está de viaje. ¡Menudas “giras” se marca! Un mes fuera, mes y medio… Por eso nos separamos. Pero volverá pronto y te aliviará la carga; la llevará de paseo. La adora y la llena de juguetes, cosa absurda. Más le valdría mandarnos más dinero… —Ana soltó una risita amarga.
Efectivamente, al poco apareció el padre de Lola. Un hombre delgado y rubio que la recogió en el portal y no la soltó en un buen rato. Mari los vio por casualidad desde la ventana de la cocina y hasta se le saltaron las lágrimas: tan sincera era la alegría de padre e hija al reencontrarse.
Unos días después, Mari conoció a Javier, el padre de Lola. La niña ya pasaba horas con su “tía Mari”, viendo dibujos o jugando mientras su madre iba al mercado. Aquel día, Javier fue a buscarla allí.
—Muchísimas gracias por cuidar de mi hija —dijo—. Lola la adora. Siempre dice: “Mi Mari”.
—¡Papá, ven a tomar té con nosotras! —gritó la niña desde la cocina, acabándose un pastelillo.
—Claro, pasa. Acabamos de sentarnos —invitó Mari—. Tenemos pastel, sírvete.
Javier entró, se sentó y probó un trozo.
—¿Caseros? —preguntó sorprendido.
—Sí, claro. Cómete otro, hágale honor a mi repostería —contestó Mari—. Aunque quizá me sobran unos kilos por culpa de ellos… Pero ya me pondré a dieta.
—¿Por qué? —replicó Javier—. Estás estupenda así… La verdad, no pensé que chicas jóvenes aún hicieran pasteles. Creí que era cosa de abuelas, y solo en pueblos, con horno de leña y para las fiestas.
Se rieron, y Lola se unió al jolgorio, ofreciéndole otro pastel a su padre.
—Cuando sea mayor, Mari me enseñará a hacer pasteles —anunció la niña—. ¡Y os daré de comer a los dos!
—Sería fantástico —asintió Javier—. Pero ahora hay que ir al parque, o tu madre llegará y no nos dará tiempo.
—Mamá no viene hasta muy noche —respondió Lola sin filtro. Mari guardó silencio.
Javier bajó la cabeza, se oscureció el gesto y se llevó a su hija al parque. Al volver, la dejó otra vez con Mari y murmuró:
—¿No podrías quedarte con ella alguna noche? La pequeña está triste…
—Lo he pensado. Pero trabajo temprano en la fábrica, y vivo al otro lado de la ciudad. No quiero despertarla tan pronto… Aquí tiene el jardín cerca y a su madre… —desvió la mirada—. Pero gracias por todo. Estoy pensando en mudarme por aquí.
La segunda vez que Javier recogió a Lola, invitó a Mari a unirse a su paseo.
Ella no esperaba la invitación y quiso negarse, pero Lola se colgó de su brazo:
—¡Vamos, Mari! ¡Te enseñaré a hacer pastelitos de arena!
No le quedó más remedio que acompañarlos al parque cercano. Ambos disfrutaron viendo a Lola jugar con otros niños, volteando una y otra vez para asegurarse de que su padre y Mari seguían allí. Se quedaron hasta el anochecer, aprovechando el cálido verano.
Javier se inquietaba al ver que Ana nunca estaba en casa, dejando a la niña con la vecina noche tras noche.
—¿Cuándo dejará de ir de juerga? —masculló él, bajito—. Por eso nos separamos…
Mari no dijo nada.
—¿Al menos te paga por cuidar de Lola? —preguntó de vuelta a casa.
Ella negó con la cabeza.
—Entonces no vives tu vida. No puedes salir, descansar o hacer lo que te plazca… —se irritó Javier—. ¡Pensaba que teníais un trato!
Mari suspiró.
—Somos amigas, buenas vecinas… Y Lola ya es como mi compañera.
—¿Y tu vida personal, Mari? —preguntó él sin rodeos—. ¿Alguna vez estuviste casada? ¿Hay alguien?
—No, nunca. Y por ahora, tampoco hijos… —sonrió triste.
—Vaya… —murmuró Javier. Luego besó a su hija e intentó dejar dinero en la mesa del recibidor.
Mari se negó rotundamente y se lo devolvió.
—Pues encontraré otra forma de agradecértelo… —prometió antes de irse.
El domingo, Mari terminaba de limpiar cuando sonó el timbre.
—Invitamos a nuestra amiga Mari a un café, por el día de la ciudad —anunció Javier, sujetando a Lola de la mano.
Fueron los tres al café por primera vez. Ana, que también salía de citas, los vio desde la ventana y sonrió burlona.
—Vaya par de zapatos viejos… Ella te viene al pelo, tronco.
No imaginaba que, en poco tiempo, su exmarido y la vecina serían inseparables. Lola era el vínculo que los unió aún más. Su vocecilla resonaba en el portal, yendo de un piso a otro para salir de paseo con su padre y “su Mari”.
—¿Al menos sabes cómo es de verdad? —preguntó Ana un día, encontrando a Mari lista para una cita.
—Creo que sí… —respondió Mari—. Pero ya estáisAl final, Mari y Javier formaron una familia llena de risas, pasteles caseros y el amor incondicional de Lola, quien creció feliz entre dos hogares, pero siempre con el corazón unido por el cariño de aquellos que más la quisieron.