Mi sobrina, Inés, ha venido a pasar una semana en mi piso, pero se ha puesto de piedra porque no le preparo la comida.
Yo vivo en Madrid con mi hermana Carmen, aunque cada una está en su propia ciudad. La hija de Carmen, Inés, sueña con entrar a la Universidad de Salamanca, que está en la misma provincia donde yo resido. Se mudará al piso de estudiantes, pero mientras tanto ha venido a pasar unos días para apuntarse a las pruebas de acceso y tramitar los papeles. No entiendo mucho de esos trámites, sólo sé que es normal llegar antes de la matrícula. Carmen está de acuerdo en que Inés se quede conmigo.
¿Quién pone la mesa?
No habíamos hablado de comida. Si la madre guarda silencio sobre el tema, lo deciden entre ellas. Veo a Inés tirada en el salón, con una mirada de ¿y ahora qué?. Le pregunto qué pasa y me suelta que pensaba que yo le prepararía un buen almuerzo. Le corto con una frase de la que ni ella misma se arrepiente: No sólo no te voy a dar de comer, sino que ahora mismo tengo que salir a la carrera. Llama a tu madre y que te mande unos euros a la cuenta; ve a comprar yogur, bollitos y té. Ah, y compra también el té, que se me ha acabado. ¡Vamos, que ya tienes dieciocho años!
La madre de Inés hace tiempo que no charla conmigo y desconoce que, desde que los niños dejaron el nido, mi marido se ha perdido por el mundo y yo me he lanzado a la oficina. Mi jornada es un caos; paso poco tiempo en casa y la energía para las tareas domésticas me ha abandonado. Dormir bien es ya un lujo.
No pienso sacrificarme por la visita
Conocer a Inés es un placer; ha crecido, se ha vuelto más femenina, pero ya no soy la tía Lulú, la aventurera que podía cocinar un cocido entero sin pestañear. Que sea ella quien haga la compra, corte, cueza o fría, o mejor aún, que compre algo ya preparado para no arruinar la cocina ni el piso. Así se tranquiliza, aunque siga con la cara de ¡qué injusticia! cada día, quizá esperando una pensión completa con su mamá. Quién sabe, tal vez todo se estabilice.
De pronto dejar de ser la tía buena y útil resulta más duro que una tortilla sin huevo. He mantenido relaciones pacíficas con todo el círculo durante años. Aún soy amistosa: ofrezco un cama gratis, aunque sin el servicio completo. He ido al psicólogo para aprender a explicar, con cariño y delicadeza, a la familia que ya no soy tan funcional como antes. ¡Que no cuenten tanto con mí!







