**La Pista de Esquí Maldita**
Las ruedas del tren cercanías repiqueteaban alegres sobre los raíles. A lo largo de la vía, los pinos extendían sus ramas como un muro, dejando entrever un sol bajo y pálido. Un grupo de estudiantes de medicina charlaba animadamente. En la entrada del vagón, sus esquís esperaban impacientes.
El alma y organizador del viaje era Alejandro “Álex” Velasco: guapo, atlético, con un brillante historial universitario y candidato a maestro nacional de esquí de fondo. Cada invierno competía por el honor de la facultad, sin bajar nunca del segundo puesto. Su padre ocupaba un alto cargo en la Diputación de Madrid. Vamos, todo un pequeñajo importante.
Pocas semanas antes de Navidad, Álex propuso ir a una estación de esquí poco conocida, escondida en el bosque. “Podemos divertirnos y esquiar un poco”, dijo. Casi todos aceptaron, aunque, salvo Álex, ninguno tenía mucha experiencia con los esquís. Pero, ¿quién rechaza un plan en plena naturaleza?
Lucía solo había esquiado en las clases de educación física del colegio. Pero cuando Álex te invita, ¿cómo decir que no? Habría hecho lo que fuera con tal de estar cerca de él.
En el tren, se recostó contra su hombro, derritiéndose de felicidad, sin notar las miradas celosas de Pablo Meléndez. Ni las de Ángela, que fruncía el ceño cada vez que los veía juntos. “¿Qué le ve a esa chica?”, parecían decir sus ojos.
Hasta la propia Lucía se lo preguntaba. Entre tantas chicas guapas, ¿por qué ella, la estudiosa callada? Hasta había hablado de boda después de terminar la carrera. Su padre, hombre de influencia, le había hecho prometer que no se casaría hasta tener el título. Si no, adiós al puesto en el mejor hospital de la ciudad.
Faltaba año y medio. Mucho podía pasar. Pero Lucía no pensaba tan lejos. Apoyada contra Álex en el tren, solo sentía felicidad.
Al bajar, se quedaron maravillados ante el bosque invernal que rodeaba la estación. El aire frío les despejó la mente. Cargaron los esquís al hombro y caminaron riendo, disfrutando de la juventud y de las próximas fiestas.
Tras instalarse en las cabañas, Álex los llamó a la pista para calentar.
“Empezaremos con el circuito corto: cinco kilómetros. Llevad el móvil por si acaso. Aquí no hay fieras salvajes, la pista está bien preparada. Intentad no quedaros atrás. Yo voy delante, Pablo cierra el grupo”. Álex se colocó los esquís y arrancó desde la cabaña principal.
Lucía se quedó la última, consciente de su torpeza. Detrás de ella, Pablo. Álex lo vio, pero no dijo nada.
Los más rápidos desaparecieron pronto entre los árboles. Lucía se quedó rezagada, resbalando, con las piernas doloridas y las manos entumecidas. El aire helado le quemaba la garganta. Detrás, oía el crujir de los esquís de Pablo.
“¡Adelántame!”, gritó, volviéndose.
Pero él seguía a su ritmo. Lucía se maldecía por haber venido. Podría estar tomando chocolate caliente en la cabaña. De pronto, una rama se rompió cerca, como si algo se abriera paso entre la maleza. Lucía se sobresaltó, perdió el equilibrio y cayó. Un crujido seco, un dolor agudo, un grito.
“¿Qué pasó?”, preguntó Pablo, acercándose.
“La pierna…”, gemó ella, apretando los dientes.
Pablo se agachó junto a ella.
“Déjame ver. Quita las manos. Tranquila”.
Lucía apenas apartó las manos.
Con cuidado, Pablo tocó su pantorrilla. Ella gritó.
“Fractura. Se te ha roto”, constató él, sacando el móvil. Sin cobertura. Maldijo.
“No llores, Luli. Álex es rápido. Si hace otra vuelta, pronto estará aquí”.
“Él dijo que solo una vuelta hoy…”, lloriqueó ella.
“Con él, una vuelta son dos. Estamos a mitad. Hay que esperar. ¿Aguantarás?”.
Ella temblaba en la nieve.
“Voy a buscar señal. No te moveré, no te preocupes. ¿Viste a alguien más atrás?”.
Lucía no respondió. El frío y el dolor la sacudían. Pablo se alejó unos metros, revisó el móvil, avanzó un poco más.
“¡Hay señal!”, gritó.
Habló por teléfono y volvió.
“Álex viene ya. Aguanta, Luli”.
Notó que tiritaba y le dio su chaqueta. Pronto, el frío también lo alcanzó a él. Saltaba para no congelarse. Parecía una eternidad hasta que Álex apareció.
“Luli, ya llega ayuda”, dijo Pablo, con los labios azules.
“¿Cómo ha pasado esto?”, preguntó Álex, arrastrando una especie de trineo improvisado.
Lucía temblaba demasiado para hablar.
“Quítale los esquís. La subiremos aquí”, le explicó a Pablo como si fuera un niño.
“La moto de nieve no está. Habrá que arrastrarla”.
Lucía chillaba con cada movimiento. Álex perdió la paciencia.
“¡No te quedes ahí como un tronco! ¡Ayúdanos o te quedarás congelada!”.
Pablo no intervino. Sabía que Álex tenía más experiencia. Entre los dos, la subieron al trineo.
“Mejor túmbate”, dijo Álex, ya más calmado.
Lucía se acostó. Pablo la tapó con su chaqueta y puso sus esquís al lado.
Álex se ató un arnés y la arrastró sin esfuerzo, como si no pesara nada. Pablo los seguía, medio congelado.
Al llegar, no sentía ni las manos ni la cara. Alguien le frotó las mejillas con un calcetín de lana y le dio un té caliente. Lucía estaba en el sofá, con la pierna vendada. Le habían puesto analgésicos. Ya no lloraba.
Dos horas después, llegó la ambulancia. Los llevaron a ambos. Lucía esperaba que Álex los acompañara, pero él dijo: “No puedo dejar al grupo. No te serviría de nada. Te llamaré cuando vuelva a la ciudad”.
Lucía lloró casi todo el camino. Luego, una inyección la durmió hasta Madrid. La fractura era simple. Le pusieron una escayola y la ingresaron unos días. A Pablo le trataron las quemaduras por frío y lo mandaron a casa.
Al día siguiente, fue a verla con naranjas y un libro.
“¿Para qué fui? Ahora perderé todas las fiestas…”, se quejaba.
“Estaré contigo. Con mi cara, asusto a la gente”, bromeó él para animarla. Pero a Lucía no le consoló. Quería pasar Nochevieja con Álex, en su casa con chimenea. En cambio… Álex solo llamó una vez. Esperó el domingo en vano. Hasta el martes no apareció cinco minutos.
“Él me salvó y no dejó tirados a los demás. No iban a volverse por mí”, defendía ella cuando Pablo insinuaba que Álex no la quería de verdad.
Hasta que su amiga Irene soltó la bomba: Álex se lió con Ángela en la estación. Ella presumía de que la había invitado a su casa para Nochevieja. El golpe fue brutal. Lucía lloró a moco tendido, hundió la cara en la almohada y no habló con nadie.
Dos días después, Pablo la llevó a casa en taxi. Habló con los profesores para que no se atrasara, la acompañó a los exámenes, siempre cerca, como un paje fiel.
Lucía pasó Nochevieja con sus padres, hundida. Al dar las campanadas, pidió un deseo: que su amor no la abandonaraPero fue Pablo quien, años más tarde, le demostraría que el amor verdadero no se basa en promesas vacías, sino en estar siempre allí, incluso cuando la pista de esquí se convierte en una montaña imposible de escalar.