La segunda oportunidad no es una carga

**Diario de una madre**

Hoy ha sido un día difícil. Mi hija Lucía, de siete años, no quería ir a casa de la abuela. Se aferraba a mí, llorando, diciendo que su abuela no la quería. «¡Solo quiere a la tía Ana y a su hijo Pablo!», gritaba entre sollozos.

Intenté calmarla mientras le abrochaba el abrigo. «Lucía, eso no es verdad. Tu abuela te quiere igual que a Pablo». Pero ella, terca, seguía insistiendo: «¡Ayer le compró un helado a él y a mí no me dio nada!».

Me quedé helada cuando dijo: «Es porque yo no soy hija del hijo verdadero de la abuela». Mi corazón se encogió. ¿Cómo sabía eso? «¿Quién te ha dicho eso, cariño?», pregunté, aunque ya sospechaba la respuesta: los niños siempre captan más de lo que creemos.

Lucía bajó la voz: «Pablo me dijo que su papá y el mío son hermanos, pero yo sé que mi papá no es mi papá de verdad». Sentí un nudo en la garganta. Me senté a su lado en el sofá. «Escucha, mi amor. Papá Javier es tu papá de verdad. Te quiere muchísimo y te cuida desde que eras pequeña».

Pero ella, con lágrimas en los ojos, insistió: «Entonces, ¿por qué la abuela siempre lo alaba a él y a mí me regaña?». No supe qué decir. Porque era cierto. Mi suegra, Carmen, nunca había tratado a Lucía como a su nieto Pablo.

Javier entró en la habitación. «Cariño, vamos a llegar tarde», dijo, y al ver a Lucía llorando, me miró confundido. «¿Qué pasa?».

Salimos hacia casa de la abuela en silencio. Lucía iba arrastrando los pies, mientras Javier cargaba con una bolsa de la compra. Yo solo pensaba en cómo sería esta visita.

Carmen nunca había aceptado del todo a Lucía. Cuando Javier me trajo a casa con mi hija de dos años, su madre frunció el ceño. «¿Para qué quieres una hija que no es tuya?», le dijo. Pero Javier se mantuvo firme. Me amaba, y a Lucía también. La adoptó y le dio su apellido.

Y entonces llegó Pablo, el nieto «de sangre», y todo empeoró.

Carmen nos recibió con un abrazo para Javier, un saludo cortés para mí y una mirada fugaz hacia Lucía, que se escondía tras su padre. «Pasa, pasa», dijo, como si cumpliera una obligación.

En el salón, Carmen preguntó por Pablo, por sus notas, por sus travesuras, mientras a Lucía solo le dedicó un comentario seco sobre sus buenas calificaciones. Noté cómo la cara de mi hija se ensombrecía.

Intenté hablar con Carmen en la cocina. «Lucía nota la diferencia», le dije en voz baja. Mi suegra puso un plato con fuerza. «No sé de qué hablas».

Pero al final estalló. «¡Esa niña no es de la familia! ¡Tiene a su otra abuela!».

Fue entonces cuando Lucía apareció en la puerta, temblando. «¿Por qué dices que no soy tu nieta?».

Carmen se ruborizó. No hubo disculpas, solo excusas vacías. Javier, pálido de furia, nos llevó a casa. «No permitiré que nadie haga llorar a mi hija», dijo con voz firme.

Esa noche, Lucía hizo un dibujo para su abuela: una casa con todos juntos, sonriendo. Al día siguiente, Javier se lo llevó. Pero Carmen apenas lo miró.

Sin embargo, algo cambió. Su hermano, Miguel, llamó. «Mamá está destrozada», dijo. «Quiere pedir perdón».

Cuando Carmen volvió, trajo regalos y lágrimas. «Perdóname, Lucía. Eres mi nieta, tan mía como Pablo».

Y esta vez, lo dijo como si lo sintiera.

Ahora, un mes después, Lucía me susurró antes de dormir: «Mamá, la abuela ya me quiere de verdad. Porque segunda no significa de menos».

Y abracé a mi hija, sabiendo que había aprendido la lección más importante: el amor no se mide por la sangre, sino por el corazón.

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