**Diario de una niña que quería ser querida**
Hoy no quería ir a casa de la abuela. Se lo dije a mamá mientras me abrochaba la chaqueta. “¡No me quiere! Solo quiere a la tía Lucía y a su hijo Diego”.
“Lucía, no digas tonterías”, contestó mamá con cansancio. “La abuela quiere a todos sus nietos por igual”.
“¡Mentira!”, grité, pataleando. “Ayer le compró un helado a Diego y a mí no me dio nada”.
“Quizás tenías dolor de garganta”, intentó justificar mamá.
“No. Es que no me quiere porque no soy hija de papá de verdad”.
Mamá se quedó paralizada, con el peine en la mano. “¿Quién te dijo eso, Lucía?”
“Nadie. Lo sé. Diego dice que su papá y el mío son hermanos. Y yo sé que mi papá no es mi papá de sangre. Mi verdadero papá vive lejos”.
El corazón de mamá se apretó. Se sentó a mi lado en el sofá. “Mira, Lucía, papá Carlos es tu padre. Te quiere mucho, te cría desde los dos años. Y la abuela Ana también te quiere”.
“Entonces, ¿por qué siempre elogia a Diego y a mí me regaña?”, pregunté, con lágrimas en los ojos.
Mamá no supo qué decir. Porque yo tenía razón. La abuela no me trataba igual que a su nieto, el hijo de su hijo mayor.
“Mamá, llegamos tarde”, dijo papá desde la puerta. “Lucía, vístete rápido o la abuela se impacientará”.
“No quiero ir”, volví a llorar. “¡Ella no me quiere!”
Papá miró a mamá confundido. “¿Qué pasa?”
“Te lo explico luego”, susurró ella. “Lucía, vístete. Iremos todos juntos”.
Caminamos por el parque en silencio. Yo iba rezagada, sollozando. Papá llevaba una bolsa con cosas para la abuela, y mamá pensaba en cómo saldría esta visita.
Ana siempre fue una mujer complicada. Cuando papá llevó a mamá a casa conmigo, de dos años, la abuela los recibió fría.
“¿Para qué quieres una hija que no es tuya?”, le dijo. “Encuentra una mujer sin hijos y ten los tuyos”.
Pero papá es testarudo. Quiso a mamá y a mí como si fuera su hija de sangre. Se casó, me adoptó y me dio su apellido.
La abuela terminó aceptándolo, pero nunca me quiso como a Diego. Sobre todo cuando tío Javier, su hijo mayor, le dio un nieto “de verdad”.
“¿Mamá está en casa?”, preguntó papá al llamar a la puerta.
“Sí, pasad”, contestó la abuela desde dentro.
Ana abrió la puerta y abrazó a papá de inmediato. “Carlitos, ¡cuánto te he echado de menos!”, dijo, besándole la mejilla. Luego asintió a mamá. “Hola, Laura”.
“Hola, Ana”.
“¿Y mi nieta?”, preguntó, al fin viéndome escondida tras papá.
“Aquí estoy”, murmuré.
“Pasad, pasad”, nos invitó al salón. “¿Cómo estáis? Carlitos, has adelgazado”.
“No, mamá, estoy bien”, rió papá. “Laura me cocina muy bien”.
“Me alegro. ¿Y Lucía, cómo va en el cole?”
“Bien”, refunfuñé.
“Lucía, responde con educación”, me regañó mamá.
“No importa”, dijo la abuela. “Los niños son niños. Diego suspendió matemáticas ayer. Javier se pasó la tarde ayudándole”.
“Lucía saca siempre sobresaliente en mates”, dijo papá con orgullo.
“Bien”, contestó ella, seca. “Javier vendrá hoy con Diego. Le hace ilusión verte”.
Vi cómo mamá notó mi cara triste. Sabía que la abuela prefería a Diego.
“¿Te acuerdas de cuando vinimos el mes pasado, mamá?”, dijo papá. “Lucía te recitó un poema”.
“Sí, me acuerdo”.
“¿Quieres que te recite otro?”, pregunté tímida.
“Claro”.
Me planté en medio del salón y recité un poema sobre la primavera. Mamá vio lo mucho que me esforzaba por gustarle a la abuela.
“Muy bien”, dijo Ana cuando terminé. “Ahora lávate las manos, vamos a comer”.
Fui al baño, y mamá se quedó ayudando en la cocina.
“Ana, ¿podemos hablar?”, dijo bajito.
“¿De qué?”
“De Lucía. Nota que no la quieres igual”.
La abuela dejó el plato con fuerza. “No sé de qué hablas”.
“Sí lo sabes. Hoy lloraba porque no quería venir”.
“¿Y qué hago yo mal? La alimento, la invito”.
“Pero Diego es distinto. Lo besas, lo abrazas, le das regalos. Con Lucía eres fría”.
“¡Porque no es de la familia!”, estalló Ana. “¡Tiene su abuela, que se ocupe ella!”
“Pero Lucía es inocente. Papá la adoptó, lleva tu apellido”.
“Eso son papeles. La sangre es la sangre. Diego es mi nieto, ella… una niña de acogida”.
Mamá sintió un nudo en la garganta.
“¿Nunca la querrás?”
“¿Para qué? Que tengan hijos propios y hablamos”.
En ese momento, entré corriendo.
“Mamá, ¿por qué dice la abuela que soy de acogida?”, pregunté temblando. “¡Soy su nieta!”
Mamá entendió que lo había oído todo. La abuela se ruborizó.
“Lucía, ve con tu padre”, dijo mamá.
“¡No! Quiero saber por qué no me quiere”.
“Lucía, te quiero”, mintió la abuela.
“¡No es verdad! ¡Dices que soy de acogida! ¡Y no lo soy!”
Me eché a llorar y salí corriendo. Mamá miró a Ana con furia y me siguió.
En el salón, papá me acariciaba el pelo.
“¿Qué ocurre?”
“Tu madre dice que Lucía es de acogida”, dijo mamá, tajante.
Papá palideció.
“¿Mamá, es cierto?”
Ana salió de la cocina, avergonzada.
“Carlitos, no quise… solo…”
“La abuela dijo que no soy de la familia”, sollocé. “Que tengo otra abuela”.
Papá se levantó. Mamá vio cómo le temblaba la mandíbula.
“¿Cómo has podido?”
“Hijo, es que…”
“¿Qué? ¿Herir a una niña de siete años?”
“Carlos, tú no entiendes. Diego es mi nieto, ella…”
“¿Ella qué?”, gritó papá. “¡Es mi hija! ¡Mi hija! ¡Cinco años criándola!”
“Pero no es tu sangre…”
“¡Qué importa la sangre!”, explotó. “¡Lleva nuestro apellido! ¡Es familia!”
Volví a llorar. Mamá me abrazó.
“Nos vamos”, dijo.
“Sí”, asintió papá. “Mamá, cuando entiendas que tienes dos nietos, no uno, vuelve”.
“Hijo, no…”
“¡Sí! No permitiré que hieran a mis hijos. Ni siquiera tú”.
Salimos. Ana se quedó en la puerta, confundida.
En la calle, yo apretaba la mano de papá.
“¿De verdad me quieres, papá?”
“Claro, cariño. Eres mi niña favorita”.
“¿Y por qué la abuela no me quiere?”
Papá se agachó.
“A veces los adultos son tontos. Creen que solo se puede querer a los de sangre. Pero el amor no depende de eso”.
“¿Y si tienes otro hijo? ¿Lo querrías más?”
“No”, sonrió. “Os querré igual”.
Mamá escuchó y se sintAl final, la abuela Ana comprendió que el amor no se mide por la sangre, sino por los abrazos compartidos y los momentos vividos juntos, y desde ese día, su corazón tuvo espacio para dos nietos por igual.