—¡Mamá, no quiero ir a casa de la abuela! —gritó Lucía, de siete años, forcejeando para soltarse de la mano de su madre—. ¡Ella no me quiere! ¡Solo quiere a tía Ana!
—Lucía, no digas tonterías —dijo cansada Isabel, abrochando el abrigo de su hija—. La abuela quiere a todos sus nietos por igual.
—¡Mentira! —La niña dio un pisoteo en el suelo—. ¡Ayer le dio helado al hijo de Ana, a Rodrigo, y a mí no me dio nada!
—Quizás tenías dolor de garganta —intentó explicar Isabel.
—¡No! ¡Es que no me quiere porque no soy hija de papá, su hijo!
Isabel se quedó inmóvil, con el peine en la mano. ¿Cómo podía saber algo así una niña de siete años? ¿Quién se lo había dicho?
—Lucía, ¿quién te ha contado eso?
—Nadie —la niña se volvió hacia la ventana—. Lo he pensado yo sola. Rodrigo dice que su papá y el mío son hermanos. Y yo sé que mi papá no es mi papá de verdad. Mi papá de verdad vive lejos.
El corazón de Isabel se encogió. Se sentó junto a su hija en el sofá.
—Lucía, escúchame bien. Tu papá Javier es tu papá de verdad. Te quiere muchísimo, te ha cuidado desde que tenías dos años. Y la abuela Carmen también te quiere.
—Entonces, ¿por qué siempre elogia a Rodrigo y a mí me regaña? —Los ojos de Lucía brillaban de lágrimas.
Isabel no supo qué responder. Porque Lucía tenía razón. Su suegra, en efecto, trataba a su hija de manera muy distinta que a su nieto, el hijo de su hijo mayor.
—Cariño, llegamos tarde —dijo Javier asomando a la habitación—. Lucía, vístete rápido, que la abuela nos espera.
—¡No quiero ir! —gritó de nuevo la niña—. ¡Ella no me quiere!
Javier miró a su esposa, desconcertado.
—¿Qué pasa?
—Luego te lo explico —susurró Isabel—. Lucía, vístete. Iremos todos juntos.
Caminaron en silencio por el parque. Lucía iba rezagada, sollozando de vez en cuando. Javier llevaba una bolsa con comida para su madre, y Isabel pensaba en cómo transcurriría aquella visita.
Carmen siempre había sido una mujer difícil. Cuando Javier llevó a casa a Isabel con su hija de dos años, su suegra los recibió con frialdad.
—¿Para qué quieres un hijo ajeno? —le decía a su hijo—. Búscate una chica decente y ten tus propios hijos.
Pero Javier era terco. Amaba a Isabel y a Lucía como si fuera su hija. Se casó, la adoptó y le dio su apellido.
Carmen se resignó, pero nunca llegó a querer a su nieta. Sobre todo cuando su hijo mayor, Miguel, le dio un nieto de sangre: Rodrigo.
—¿Está mamá en casa? —preguntó Javier al llamar a la puerta.
—Sí, sí —contestó una voz desde dentro—. Pasad.
Carmen abrió la puerta y abrazó enseguida a su hijo.
—Javier, ¡cuánto te he echado de menos! —Le besó la mejilla y luego asintió a Isabel—. Hola, Isabel.
—Buenas tardes, Carmen.
—¿Y mi nieta? —La suegra reparó al fin en Lucía, escondida tras su padre.
—Aquí estoy —murmuró la niña.
—Pasad, pasad —les indicó Carmen, llevándolos al salón—. ¿Qué tal estáis? Javier, has adelgazado.
—No, mamá, estoy bien —rió él—. Isabel me alimenta bien.
—Me alegro. ¿Y Lucía? ¿Qué tal en el colegio?
—Bien —refunfuñó la niña.
—Lucía, responde con educación —la reprendió Isabel.
—Déjala —dijo Carmen con un gesto—. Los niños son niños. Ayer Rodrigo sacó un cero en matemáticas. Miguel estuvo con él hasta la noche, haciendo ejercicios.
—Lucía tiene sobresaliente en mates —dijo Javier con orgullo.
—Muy bien —respondió secamente la abuela—. Miguel vendrá hoy con Rodrigo. Tiene ganas de verte.
Isabel notó cómo la cara de Lucía se ensombrecía. La niña sabía perfectamente que su abuela se alegraba más de la visita de un nieto que del otro.
—Mamá, ¿recuerdas que Lucía te recitó un poema la última vez que vinimos? —preguntó Javier.
—Sí, me acuerdo —asintió Carmen—. Era bonito.
—¿Quieres que te recite otro? —ofreció tímidamente Lucía.
—Claro, anda.
La niña se puso en medio del salón y, con voz clara, comenzó un poema sobre la primavera. Isabel veía el esfuerzo de su hija por agradar a su abuela.
—Muy bien —dijo Carmen cuando terminó—. Ahora lávate las manos, que vamos a comer.
Lucía obedeció, y Isabel se quedó en la cocina ayudando a su suegra.
—Carmen, ¿podemos hablar? —susurró.
—¿De qué?
—De Lucía. Ella nota que usted no la trata igual.
La suegra dejó un plato con estrépito.
—No sé de qué hablas.
—Sí lo sabe. Los niños lo sienten todo. Hoy lloraba porque no quería venir.
—¿Y qué hago yo mal? —Carmen se volvió hacia ella—. La invito, la alimento.
—Pero con Rodrigo es distinto. Lo besa, lo abraza, le trae regalos. A Lucía la trata como a una extraña.
—¡Porque lo es! —estalló Carmen—. ¡No es de mi sangre! Que la quiera su otra abuela.
—Carmen, pero Lucía no tiene la culpa de cómo nació. Es su nieta desde hace cinco años. Javier la adoptó, le dio su apellido.
—Eso son papeles —rechazó la suegra—. La sangre no es agua. Rodrigo es mi nieto, y esta… una ahijada.
Isabel sintió un nudo en la garganta.
—¿Así que nunca la querrá?
—¿Para qué? Que tengan hijos propios, y entonces hablamos.
En ese momento, Lucía entró corriendo en la cocina.
—Mamá, ¿por qué dice la abuela que soy una ahijada? —preguntó con voz temblorosa—. ¡Yo soy su nieta!
Isabel comprendió que la niña lo había oído todo. Carmen enrojeció.
—Lucía, ve con tu padre —pidió Isabel.
—¡No! ¡Quiero saber por qué no me quiere!
—Lucía, yo te quiero —intentó excusarse Carmen.
—¡Mentira! ¡Dice que soy una ahijada! ¡Y yo no lo soy, soy la hija de papá Javier!
La niña salió llorando. Isabel lanzó una mirada airada a su suegra y fue tras ella.
En el salón, Lucía lloraba junto a Javier.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él.
—Tu madre dice que Lucía es una ahijada —dijo Isabel con dureza—. Y no lo oculta.
Javier palideció.
—Mamá, ¿es verdad?
Carmen salió de la cocina, avergonzada.
—Javier, no quise… Fue sin pensar.
—La abuela dijo que soy una extraña —sollozó Lucía—. Que tengo otra abuela.
Javier se levantó. Isabel vio cómo le temblaba la mandíbula.
—Mamá, ¿cómo has podido? —murmuró.
—Hijo, es que…
—¿Qué? ¿Herir a una niña?
—Javier, tú no lo entiendes. Rodrigo es mi nieto, y ella…—Y ella también es mi hija —dijo Javier con firmeza—, y si no puedes quererla como a Rodrigo, entonces nosotros tampoco volveremos.