**Mi Sangre**
María adoraba a su hijo, se sentía orgullosa de él. A veces le sorprendía pensar que ese hombre atractivo de veinticuatro años era su propio hijo. ¡Cómo había pasado el tiempo tan rápido! ¿Acaso no era ayer cuando era un niño? Y ahora ya adulto, con novia, quizás pronto se casaría, tendría su propia familia… Ella creía estar preparada, dispuesta a aceptar cualquier decisión, con tal de verlo feliz.
Y cuánto se parecía a ella…
***
Se casó durante su época universitaria, por amor. Su madre intentó disuadirla.
—¿A qué tanto apuro? ¿Van a vivir de la beca? ¿No podéis esperar un año más? Acabad primero los estudios. ¿Y si llegan los niños? María, reflexiona, el amor no se va a ir. Además, ese Luis tuyo no es ninguna joya…
Pero María no escuchaba, le irritaba que su madre no entendiera que no podía vivir sin él. Por supuesto, se casó. Una compañera de trabajo de su madre les ofreció un pequeño piso que había heredado de su difunta madre. No les cobraría alquiler, solo los gastos. ¿Qué dinero iban a tener unos estudiantes?
El piso era viejo, con décadas sin reformar. Pero casi gratis. María lo vio como un golpe de suerte. Lo limpió a fondo, colgó las cortinas limpias que le dio su madre y cubrió el desgastado sofá con su propia manta. Se podía vivir.
Lo que no esperaba era que la decepción llegara tan pronto. Y qué difícil fue admitir que su madre, una vez más, tenía razón. A los tres meses, María se preguntaba cómo había podido equivocarse tanto con Luis. ¿Es que estaba ciega?
El dinero no le quedaba ni un día. Lo gastaba en ropa o zapatillas nuevas. Salía con los amigos hasta tarde y por la mañana no iba a clase. ¿Es que no le importaba qué iban a comer? ¿Con qué dinero iba ella a comprar la comida?
María aguantó, sin contarle nada a su madre. Pero ella lo sabía, lo intuía. Intentaba ayudar, le daba dinero, le llevaba comida.
Luis empezó a invitar a sus amigos más a menudo. ¡Claro, tenía su propio piso! Los estudiantes hambrientos vaciaban la nevera, devoraban todo lo que traía su suegra.
Una mañana, Luis abrió la nevera y se quedó parado.
—¿Dónde está todo?
—Tus amigos se lo comieron ayer, ¿no te acuerdas? —contestó María con sarcasmo.
—¿Y las tortillas?
Difícil que se las hubieran comido con cerveza.
—Las tortillas, las lentejas, hasta el kétchup y el limón. Todo —dijo, abriendo los brazos.
Cerró la nevera y desayunó té con una rebanada seca de pan que quedaba en la panera.
María no aguantó más y le soltó todo lo que pensaba. Si a él le daba igual ella, su esposa, que fregaba montañas de platos y limpiaba el suelo, al menos podía respetar a su madre. Ella les traía comida, y él la daba a sus amigos. ¿Alguno de ellos había puesto un euro? ¿Traído aunque fuera un pan? A la mayoría sus padres les mandaban dinero, patatas, conservas…
Luis se disculpó, prometió que no pasaría más. Pero llegaba el viernes, y otra vez sus amigos arrasaban con la nevera como una plaga de langostas.
—Estoy harta, no puedo más —dijo María, sabiendo que ponía fin a su matrimonio.
Los amigos dejaron de aparecer. Pero Luis empezó a desaparecer con ellos. Cada vez pasaba más noches fuera. Tras otra pelea, donde él le dijo que era aburrida y pesada, María recogió sus cosas y volvió con su madre.
—¿Cómo pudo pasar? ¿Dónde quedó el amor? —lloró en el hombro de su madre.
—Os precipitasteis. Él aún no estaba listo —dijo su madre, acariciándole el pelo.
De vuelta en casa, María descubrió que estaba embarazada. Entre peleas y preocupaciones, olvidó tomar la píldora. Su madre le aconsejó abortar, aún estaba a tiempo. Decía que criarlo sola sería muy difícil.
Pero María no la escuchó. No le dijo nada a Luis. Se divorciaron rápido. Dio a luz a Pablo después de terminar la carrera. A regañadientes, hizo una prueba de paternidad para asegurar la pensión. Luis no se negó, pagó, pero nunca quiso ver al niño.
Y María lo adoraba, le daba todo el amor que le sobraba. No quiso saber nada más de hombres. Si su propio padre lo ignoró, ¿qué podría esperar de otro? Su madre la ayudaba, pero discutían cada vez más por su negativa a buscar pareja. El piso se les quedaba pequeño.
Un día, tuvo suerte con la vivienda. Antes de morir, la suegra dejó el piso a nombre de María y su nieto. Quizás por culpa. Luis incluso insistió en que se mudaran. Dijo que se iba, que no sabía cuándo volvería.
Así que María dejó el piso de su madre, y dejaron de pelearse.
Aún era joven, pero su hijo ya era adulto. Terminó la universidad, trabajaba. Hoy los jóvenes se independizan pronto, pero Pablo no tenía prisa…
***
María estaba tan sumergida en sus recuerdos que no escuchó cuando llegó su hijo.
—¡Mamá! Estoy en casa —gritó desde la entrada. Ella se levantó de un salto, puso la mesa, encendió el hervidor.
Luego lo miraba, apoyando la mejilla en la mano.
—Mamá, tengo que decirte algo —la sacó de sus pensamientos Pablo, apartando el plato vacío.
—¿Pasa algo? —preguntó, enderezándose.
—Pues sí. Me caso.
—¡Qué susto! Pensé que era algo grave. Me alegro, hijo, Sonia será una buena esposa…
—No me caso con Sonia. Es buena, pero no la amo —la dejó helada.
—¿Ah, sí? A mí me parecía…
—Terminamos. Me caso con Marta. Es increíble, es…
María lo escuchó, viendo el brillo en sus ojos al hablar de ella. Sabía que su vida tranquila terminaba.
—¿Y desde cuándo sales con ella? No me habías dicho nada.
—Un mes.
—¿Y tras un mes ya te quieres casar? ¡Si ni la conoces! —estalló.
—La amo. Es imposible no amarla. Ya hemos pedido hora en el registro.
Esa última frase la destrozó. El pánico la invadió, el corazón le latía en la garganta. ¿Todo ese amor que le dio, las noches en vela, para esto? «Tranquila, respira», se repetía, conteniendo las lágrimas.
Recordó una vez, volviendo de la guardería. Pablo tropezó con una piedra, se raspó las rodillas y lloró. Ella lo consoló y luego, furiosa, le dio una patada a la piedra.
—Toma. ¿Por qué te pones en medio? Por tu culpa mi niño se ha hecho daño.
En casa le limpió las heridas, le aplicó yodo y sopló para que no ardiera. Parecía ayer. Y ahora él le hablaba de boda. Le dieron ganas de patear a esa Marta como a la piedra.
—¿Cuándo la conoceré? —preguntó, disimulando su angustia.
—Mañana. No prepares nada, solo café. ¿Vale?
—¿Y sus padres?
—Viven lejos, en Galicia. No haremos boda, solo el papeleo.
—¿Dónde vive ella?
—Antes en una residencia. Ahora alquila. Mamá, ya la conocerás mañana. Te va a gustar.
Se fue a su habitación, y María fregó los platos, consolándose: podía ser peor.
Al día siguienteAl día siguiente, Marta llegó con una sonrisa falsa y un vestido demasiado elegante para una simple visita, y mientras tomaban el café, María supo, con una certeza silenciosa y dolorosa, que esta vez no sería ella quien recogiera los pedazos cuando todo se rompiera.